Ana Paula Rumualdo
Hace varias horas que deambulas y no has visto a nadie que te dé razón del lugar. Encuentras vacías las calles y los portales de las casas. Tocas una puerta y nadie responde, tocas otra puerta y nada. Te aventuras a girar una perilla.
Apenas entras en la casucha, te das cuenta de que no habrá paliativo para el aire hirviente que respiras. Una bocanada de fuego te parte los labios.
Te quedas mirando el par de celosías que adornan las grises paredes de cemento. Al centro del cuarto, unas sillas tejidas con gruesos hilos de plástico aparentan comodidad, sin embargo, el polvo acumulado revela su desuso.
En la esquina hay una mesa de madera que apenas se sostiene en pie. Encima sólo hay un puñado de pepitas secas y una jarra de vidrio que alberga hormigas muertas.
La quietud parece haber llegado como huésped perpetuo a ese pueblo.
De pronto escuchas un montón de murmullos y pisadas secas que no alcanzas a ubicar. Buscas con la mirada de un lado a otro. Frente a ti, un espacio sin puerta anuncia un patio de terracería sembrado con cubetas resquebrajadas que se quedaron esperando las lluvias. Por el patio cruza una figura que más parece un árbol seco que un hombre.
¡Oiga!, ¡oiga!, ¿aquí es Comala?
Atraviesas el umbral y sólo encuentras cubetas. No ves a nadie. Sólo oyes ladrar a los perros.