El sol vespertino vomita una luz amarilla a través de las vidrieras. Luz pestilente, de mal agüero. El arzobispo duda y posa los pies con cuidado. Luego avanza con una prisa como de olvido, haciéndose creer que no huye. Que no es como la luz que agoniza boqueando en rayos flojos, luz que al morir escapa de lo que viene detrás.
El Arzobispo se acuerda de la dignidad y hace lento el paso, se obliga a no irse de ahí a la carrera. Puede oír algo que respira entre las piedras y los retablos, algo que lo acecha y que pueden ser, según razona, los espíritus de decenas de fieles negándose a abandonar los reclinatorios. En las columnas de la iglesia quizá se arrebola la sangre de los albañiles que cayeron por descuido desde los andamios y encontraron, de chiripada, cristiana sepultura cuando ni siquiera sabían que la necesitaban.
Suspiros y sollozos cree oír el Arzobispo, que quisiera ser uno de esos frailes valerosos, avezados exorcistas que encaran a los aparecidos y les preguntan las razones de su visibilidad, tan mal tolerada por los vivos. Fácil es, según las anécdotas, para esos frailes enfrentar al muerto en pena. Frailes sombríos acaso, ascéticos, hermanados en flacura con el espectro descarnado. Casi volátiles de cuerpo, casi locos de fe.
Uno de esos debería estar ahora cruzando la nave de la catedral y no el Arzobispo harto de chocolate espeso y golosinas de convento, grueso de carne y blandura.
Gordo le llamaron desde niño. Gordo el título que ostentó antes del de Arzobispo. Él mismo se olvida a veces de su nombre, él mismo piensa a veces que su nombre de bautismo es Gordo. Y de pronto, solo en la Iglesia, el señor arzobispo se vuelve otra vez el gordo tembloroso. El que no se flagela como sus colegas porque después de dos azotes el dolor es agonía, es brinco a la muerte y, aunque él esté en ánimo de sacrificio y santidad, su carne acaba convenciéndolo de que no es para tanto, de que mejor soltar el látigo y multiplicar las avemarías o los misterios del rosario. De que la pureza también se alcanza así, con sensatez y sin sangre de por medio.
La pausa de la tarde que se acaba le da tiempo de pensar en todas esas cosas. Hay un momento en que el sol siempre detiene su derrumbe al crepúsculo y se queda suspendido esperando sabráse qué. Después redobla su esfuerzo de caída, de desaparición, empujado por la sombra que se apresura a lamer la tierra.
No pensar en sombras, se aconseja el Arzobispo. Pensar en luz y en ángeles cantando como las monjas del coro de la misa. No hay monjas en la iglesia, no hay una sola alma en la catedral cerrada para la ceremonia convenida. Sólo los demás frailes deberían estar y no están. Lleguen por favor... por su sagrada madre... por todos los santos... por Belcebú... ¡Cállate Arzobispo! No lo invoques, da lo mismo que estés en los aposentos de Dios...uno nunca sabe. Después de todo lo que se ha dicho y visto, a lo mejor el malvado sí tiene vela en este entierro. Alguna artimaña truculenta que le haya dado manera de meter la cola en dominios del Señor. ¿Y no es acaso toda la tierra dominio del Señor? ¿Y no es ahí mismo donde el diablo se contonea gustoso causando estragos a diestra y siniestra? Ruido a la diestra ¿Quién va? Ruido a la siniestra... nadie. Arzobispo gordo suda. Una gota le escurre por el centro de la espalda como un dedo vertiginoso. La luz de las vidrieras ya se acaba de borrar. Ni sombra de los jodidos frailes. Que no digas sombra ¡¿No entiendes, gordo?!
¡Gordo! Gritaron los ojos del sacristán temeroso que se cruzó con él en la entrada, apurado por irse, por no saber más.
¡Gordo! Le dicen con dulzura los ángeles de los cuadros, ángeles igualmente gordos pero no de gordura fofa sino celestial y sonrosada.
¡Gordo! Le gritan a diario las miradas de los sacerdotes subalternos que, sin embargo, le besan la mano y reciben la hostia de sus dedos de oruga.
Se le ocurre entonces que tal vez sea una trampa. Todo a punto, como con Santo Tomás de Becket, se acuerda el arzobispo. Becket, el hombre santo asesinado en su propia iglesia por un grupo de rastreros ávidos de poder. Iguales a los sacerdotes que le dicen gordo en sus adentros y se preguntan por qué no son ellos los que ocupan el mando eclesiástico de esta rica Nueva España. Mucho de rica y nueva pero poco de española.
-Porque sí– quiere decirles el arzobispo en su cara - porque esta bola de carne pesa más que todos juntos. Me aplasté en la silla grande y ahora muévanme. Dios santísimo y el Papa, su segundo de a bordo, me pusieron aquí y ahora reclámenles-.
Voltea para todos lados, a los cirios insuficientes para tapar la oscuridad que ya se cuela, que ya empapa de filigrana hueca los retablos. Nadie sale, espada en mano, a mandarlo con los muertos para que deje de estorbar entre los vivos. Tal vez fue muy lejos con las imaginaciones. Algo detuvo a los demás y no hay truco ni acechanza... al menos no de humanos. Puede ser lo otro. Lo mismo que ha venido a desentrañar, si es que puede. Otra vez las imaginaciones. Siempre lo vencen. En su ascenso clerical llegó a imaginar de todo. Se vio, en su fantasía, azuzado por visiones dignas del tormento de San Antonio. Se veía halagado por una devota y dulce damisela que aparecía en su celda de novicio pidiendo auxilio para su alma. Él la absolvía generoso y ella, en recompensa, le mostraba su cuerpo núbil, firme y lechoso, que al tocarlo se iba convirtiendo en viandas. Frutos las carnes, suaves golosinas conformando un cuerpo femenino vivo. Próximo a una extraña eucaristía, a punto de tomar mujer y alimento, lograba rechazar a la tentadora y eran entonces los ángeles quienes bajaban, premiando su templanza, a ofrecerle bocados verdaderos y limpios de culpa. Sabrosos dones de santidad. Él comprendía que estas ilusiones eran consecuencia de los rigurosos ayunos que a duras penas aguantaba y que, curiosamente, no hacían mella en su volumen, que nunca le restaban un gramo de la grasa que parecía destinada a acompañarlo hasta el día de su muerte. –Por Dios, que no sea éste el día– reza el arzobispo acongojado.
Piensa que es mentira la resignación que, dicen, invade a los agonizantes poco antes de expirar, para lanzarlos gozosos en brazos de la vida eterna. Muy eterna será pero desconocida y tenebrosa. Nadie, piensa el arzobispo, se arroja con gusto a ser tragado por la tierra, a ser digerido por ella y vuelto lodo corrupto y maloliente. Ni siquiera aquellos que buscan la muerte por mano propia, esas son manos dirigidas por la desesperación. Hasta esos mueren también con cara de horror, con ojos de pasmo.
La cara del primer muerto de la catedral era esa: miedo estupefacto; cuello roto; rostro vuelto en dolorosa torcedura; mirando de frente lo que debió tener a las espaldas. Y el arzobispo, junto con muchos otros, pensó con furiosa piedad que aquél sacerdote, emponzoñado por nadie supo qué demonios o pecados, había renunciado a su alma disponiendo de su vida en un salto hereje. Brinco profano del padrecito que habría abandonado el púlpito en majadera cabriola de rebeldía. Suicidio y anatema. La víctima fue enterrada fuera de suelo sagrado. En pleno jardín y con poca ceremonia. Luego hubo que arreglar también aquello. Vinieron otras muertes, otros cuellos enroscados sobre sí mismos. Tuvo que morir un sacristán, entre el descrédito de rumores que lo juzgaron víctima de un marido despechado. Tuvo que morir una feligresa, enterrada bajo las habladurías de un castigo divino por su ligereza de costumbres. Otros más que empezaron a dar pie de un criminal misterioso escondido entre los muros de la iglesia. Y si ya eran herejías los chismes sobre los difuntos, mayor herejía fue pensar que la casa de Dios iba a prestarse a ser guarida para un asesino, como si no hubiera bastado un rayo salido de cualquiera de los nichos para fulminarlo. Porque eso sí, los santos serán compasivos pero jamás alcahuetes.
Ya entonces volaba de boca en boca la pregunta terrible ¿Y si el asesino no era cualquier criminal?
La inquisición interrogó sacerdotes, feligreses habituales, vecinos, monjas, limosneros. Llegaron a la conclusión de que sólo un loco podría atreverse a matar en lugar santo. Uno de los locos mendicantes confesó ser el asesino. Lo ejecutaron y a los pocos días otro más se adjudicó los hechos. Dos locos subieron al patíbulo a morir y cuando se enjuiciaba al tercero sucedió aquello.
El arzobispo se detiene esperanzado. Se apresura a recomponerse la ropa, a secarse con la manga la cara sudorosa, a engolar la voz desde sus adentros cuando ve llegar a los otros sacerdotes. Da unos pasos largos y seguros, pasos sorprendentes para un hombre de su corpulencia y de pronto se queda quieto, creyendo o queriendo creer que todo sea un chiste o una equivocación. Él los vio llegar por el pasillo izquierdo. Todos juntos, callados y andando al mismo ritmo. De momento ya no estaban. Saca el arzobispo la voz y lanza un grito tenor que intenta no ser tembloroso. Nadie. Vuelve el miedo a la emboscada y tiene el arzobispo que dejar caer su gordura tambaleante en una de las bancas. Tiene que tocarse el rostro con manos pegajosas. Tiene que cerrar los ojos y rezar la magnífica antes de volver a abrirlos. Luego debe meterse la mano a la bolsa y buscar desesperado algo que echarse a la boca. Debe respirar y, pidiendo perdón, se lleva a la boca una cuenta del rosario, cuidando mucho de no ensalivar la cruz. Se consuela pensando que sólo así mantendrá la calma. Se consuela diciéndose que el rosario en la boca ha de librarlo de todo mal. Luego se acuerda de que está en la iglesia, donde según se dice el mal no tiene cabida. Pero el reconocimiento que hacen sus ojos ya acostumbrados a la penumbra le devuelve el pánico. Le obliga a cerrar los dientes muy fuerte y la cuenta del rosario se parte como una almendra en su boca.
Le deja polvo en los labios y un sabor amargo de abandono. Pide disculpas a la dolorosa que está a su derecha y se pone en la boca la cuenta partida. Decide no moverse. Decide no pensar en lo que le recuerda el sitio exacto donde está sentado. Para entretenerse, busca en la otra bolsa de su sotana. Busca el resto olvidado de alguna golosina que le reconforte un poco y la bolsa vacía no le deja más remedio que mascar la madera acre de la cuenta rota, sabor incomible que lo forza cruelmente a recordar. Está sentado en el lugar donde apareció el novicio Antonio. Cuando las habladurías se volvieron silencio horrorizado, cuando de pronto se corrieron los rumores más oscuros.
El arzobispo mastica la cuenta del rosario, saca aserrín por la boca y se ocupa en ello para no pensar. Le gana el recuerdo, le gana el miedo que se le enrosca en las piernas debilitadas, ronroneando. Él vio el cuerpo de Antonio cuando lo llevaron a la capellanía, pero más bien lo recuerda como lo encontraron: sentado en esa banca donde está él ahora, con el mentón aplastado en el respaldo y el cuerpo ciego mirando por la nuca a la bella dolorosa que no pudo protegerlo, que sólo lloraría por él mientras la muerte llegaba a liberarle. Del novicio Antonio nadie urdió explicaciones maliciosas. Era un joven casto y piadoso. Sus rasgos, sin belleza alguna por sí mismos, tenían la dulzura que hace un alma bondadosa. El Arzobispo era su padre de confesión y por eso sabía que los pecados de Antonio no eran sino boberas, olvidos inocentes o peripecias inevitables: -Acúsome padre de que ayer me desmayé antes de acabar mi penitencia de sangre; Acúsome de que anoche me quedé dormido en el último misterio del rosario. Esas eran las culpas que lo afligían tan en serio, que para él significaban desmerecimiento ante el Señor.
Aún así corrieron rumores. La Catedral, todos lo sabían, fue levantada sobre los escombros del templo mayor de los indios, sobre las ruinas que se llenaban con la sangre y los corazones de los sacrificados. Los dioses antiguos, decían, siguen pidiendo sangre, siguen pidiendo almas y las quieren puras. Los mal acostumbraron a la mejor de las carnes, a los guerreros valientes y a las vírgenes intactas. Los Dioses estaban celosos del crucificado, querían su alimento. No se resignaban, en fin, a ser olvidados.
Luego de la muerte del novicio, las sombras se hicieron patentes. Sombras largas y sinuosas devoraban las llamas de los cirios y dejaban en penumbra a los fieles en plena misa, en pleno rosario, siempre acechando en la hora a la que se esconde el sol. Sombras imprecisas, inmensas, que pasaban ondulando lentas, obligando a la gente a gritar, a caer de bruces en suelo sagrado, a llorar y orinarse de miedo, a esconder la cara y cerrar los ojos porque, decían, había algo en aquellas sombras largas, en aquellos hilachos deformes de oscuridad. Al verlas entraban ganas, entre el miedo, de mirarlas más, como cuando se resiste uno a ver la cara de un muerto ensangrentado pero con todo y el asco cuesta mucho apartar los ojos. Y ya se sabe, decían los pocos feligreses que todavía se animaban a ir al último rosario, que al diablo no hay que verlo a los ojos jamás.
Pensando en el diablo el arzobispo traga la cuenta del rosario y casi grita de felicidad cuando ve entrar a los otros sacerdotes, casi corre a abrazarlos empapado en lágrimas y transpiración viscosa. Todos las vieron entonces. Entre el arzobispo y sus sacerdotes aparecieron sombras espesas, de altura que parecía rebasar los vitrales y trasponer la altísima bóveda del templo. Y sí, pese al terror, había ganas de no despegar los ojos de aquella penumbra. Las sombras pasaron hacia las espaldas de los sacerdotes y el arzobispo. Él nunca supo qué fue lo que los demás vieron. Supo lo que él, más que ver, sintió. El mismo consuelo que le daban sus visiones de mujeres convertidas en frutos, de ángeles ofreciéndole comida celestial, los brazos de una madre inconmensurable que prometía acunarlo por los siglos de los siglos. Él achacó la inspiración repentina a aquel rosario medio devorado en su ansiedad. Iba a seguir con los ojos la trayectoria de las sombras y su cuello se tensaba ya dolorosamente al irse volteando cuando gritó a los demás: - ¡No las vean! ¡Hínquense y adorémoslas!
Les valió a los otros la costumbre de obedecer. Adoraron, gritaron cantos desconocidos que brotaban por sí solos de las gargantas roncas. El secreto quedó entre los cuatro sacerdotes que salieron escurriendo sudor y orina, escurriendo miedo. Hasta el fin de sus días el señor Arzobispo salvó almas y pescuezos de los fieles novohispanos. Cada siete noches entraba en la Catedral solitaria y ofrendaba el cuerpecillo de alguna de las palomas que quedaban muertas en la plaza. Nunca logró hacerse el ánimo de matar una ex profeso. Cuando las palomas escaseaban, lleno de remordimiento pero conciente de estar haciendo su deber, rompía en trozos una hostia mojada en vino, carne y sangre simbólicas. Cada siete días bajaba los ojos mientras las sombras se desprendían de la tierra, se expandían al templo y devoraban ansiosas. A veces, llegaba a sentir cosquilleos juguetones, caricias agradecidas en la nuca. Y aunque no las viera, sabía que unas manos enormes le tocaban con sus uñas, y aunque no abriera los ojos sabía que eran largas y agudas. Inmensidad creada a las espaldas de Dios, infinito que no había que ver a los ojos. Algo que le agradecía sus ofrendas de paz y lo manifestaba acariciándole con garras aguzadas, un trozo de infinito en su nuca, negrura condensada en dedos de alfileres.