Escuer y Bernal

21 de junio de 2011

LA NOCHE DE MARFIL

Andrea González


Una vez más estuvimos demasiado cerca. Las sombras de nuestros cuerpos dibujaban movimientos lentos sobre las paredes totalmente iluminadas de mi habitación. El techo, incrustado de diamantes de fantasía, destellaba arrancando aun más luz de las lámparas colgadas en las esquinas. Y en mi cama tu y yo. ¿Que cómo llegaste ahí? Como siempre. No te engañes. Llegaste por tu propia voluntad.

El escenario es el parquecillo afuera de la biblioteca, rodeando las seis de la tarde. El sol empezaba a morir entre los cerros, sacrificándose una vez más ante la ciudad indiferente, o mejor dicho, para la ciudad indiferente. Los personajes somos nosotros, tu y yo. Pero, como siempre, te demoras a propósito. Quieres comprobar que te esperaré el tiempo que haga falta. Y yo, desde luego, te esperaría quinientos años... Otros quinientos años. Supongo que disfrutas malgastando mi tiempo. Aguardo con la falda negra, la blusa gris, las cadenas en el cuello, el maquillaje oscuro, los zapatos morados, y los guantes de terciopelo claro. Sí, los guantes, para disimular las cicatrices y las uñas... Y como el sol que escurre por mi espalda, llegas tú escurriendo por mis ojos. Tú y tu facha de idiota desparpajado y feliz. En el fondo, quien sabe qué clase de bestia eres. Seguramente eres más feroz que yo, pero no más fuerte.

-Perdón, es que yo…

-Sí, ¿nos vamos? Me está dando frío.

Tus ojos me suplican en vano, y muy tarde te das cuenta de que ya que llegaste no dejaré que te vayas. Ninguna pregunta hace falta, ya sabes a dónde nos va a llevar el taxi. En el camino pido que enciendan la calefacción. Es de vida o muerte mantenerme caliente, no importa lo que la vida o la muerte signifiquen para mí. Siento tu mirada nerviosa y te muerdes los labios y tus dedos recorren una y otra vez tu frente mojada por el sudor.

-¿Leonor?

-¿Sí?

-¿Cómo estás?

-Bien, feliz de verte. Y ¿tú, Allan?

-Bien, contento de estar contigo.

Rio entre dientes. Mentiroso, farsante y además mal actor. No importa cómo, pero llegamos. Bajamos. Pagamos. Entramos. Vamos a la cocina. Destapo una botella de vino. Tomamos. Cierras los ojos.

-¿Me has extrañado?

Por toda respuesta resuena tu risa. Se me olvidaba que te gusta retorcer la navaja una vez que la has hundido. Ahora la duda es esa, esa que hemos tenido siempre: ¿rendirse o morir? A ambos nos ha tocado ser cobardes o perdedores en distintos momentos. ¿Hoy a quién le va a tocar hacer qué?

Entonces empiezo a besarte y se te van quitando las dudas. Tu boca esta mojada de vino y de miedo. La mía está seca por la sed. Y un beso sigue al otro, cada vez más rápido, y tus manos tiemblan sobre mis senos, y me quito los guantes. Te separas inquieto, mirando cómo las uñas afiladas y plateadas crecen cada vez más. Ahí va. Y las hundo en tu espalda. Tu rugido vibra en toda la casa. Tus colmillos brillan sólo un instante y luego desaparecen entre los hilillos de sangre de mi cuello. Sigue pretendiendo que eres mi víctima. Nadie creería ahora que tus infernales dientes crecen de repente porque te lancé un maleficio. Sígueme nombrando bruja entre las ruinas de prendas humanas que vamos dejando a nuestro paso. Deja que mi envenenada intrusa rosa resbale entre la fortaleza de soldados blancos de tu hocico.

Las escaleras casi no aguantan nuestra carrera hasta la habitación-luz. Y, penetrando nuestros cuerpos en la incertidumbre, los gemidos penetran en el infernal silencio de mi prisión elegantemente forrada de secretos. Pero no todo dura tanto como el dolor, cualquier tipo de dolor. Cuando miraste tu reflejo en la ventana, y viste que la piel de tu espalda era una confusión de mechones de pelo enmarañado y cicatrices y piel blanca, y tus ojos azules ya eran negros, y tus manos suaves eran garras húmedas, y recordaste tu condición humana, a pesar de todo humana, sólo así dejaste de besarme. Y te tocó darte cuenta de nuevo de que sólo yo consigo transformarte. Y fuiste un cobarde. Me clavaste la daga de marfil en el cuello, y me dejé envolver en el manto de penumbra y frío, y de nuevo vino la muerte. Pero la noche no fue de en balde. Una vez más, estuvimos demasiado cerca.