Ricardo Bernal
Qué chistoso, creíste que las moscas habían sido invitadas por papá para ver el fut, pero luego del fut siguieron los anuncios de podadoras de césped, los anuncios de cañas de pescar y remedios infalibles para el insomnio; y después la tele sólo fue rayitas y un zumbido que se confundía con el canto de las moscas. Entonces viste que algunas se paseaban despacio por la cara de papá y papá no se movía, ojos fijos en rayitas inmóviles, las moscas volaban y dos de ellas entraron por su boca abierta que ya no te gritaba para pedirte otra cerveza y notaste un olor fantasma, dulce y extraño; un olor que tal vez habían inventado las moscas. Papá, ¿me oyes?, pero él estaba serio, muy concentrado en las rayitas, y temiste que enfureciera si lo interrumpías y fuiste a acostarte pues ya eran más de las doce. Al día siguiente te despertaste cuando el sol te clavó sus largas uñas en los párpados, juro que no soñé nada, diez de la mañana y no hiciste el desayuno y corriste con el corazón mandarina desgajándosete dentro del pecho, y eso que escaleras arriba seguían zumbando las moscas y tu papá era un enorme barco verde camaleón morado viendo en la tele azul el noticiero de los accidentes automovilísticos, y las moscas entraban por su boca, cada vez más numerosas y relamiendo sus trompitas labios fauces minúsculas de moscas hambrientas que en realidad, entonces lo supiste, eran un disfraz negro que se teje a sí mismo. Papá, ya me voy a la escuela, dijiste con voz de pollo, pero él no contestó y pudiste ver que había agua violeta encharcando sus terribles pantalones de militar, adiós papá, pensaste, y viste tu imagen en el espejo del vestíbulo, el pelo revuelto y lleno de cenizas, los ojos hinchados de tanto sumergirte en el tanque de las pesadillas, los grises labios grietas floreciendo, y saliste de puntitas para que papá no dijera esas palabras glaciales que dice cuando no eres como él se imagina que eres: una niña buena y dulce, ya tengo cuarenta años, papá, y en la escuela el hombre de la bata ya no me dice nada, ya no me sabe agria la leche, ya no lloro cuando me acuerdo de mamá que se fue a otra casa donde vive con un papá distinto que dice palabras distintas, palabras que la han hecho olvidarse de ti, olvidarse de este otro papá quien seguía viendo la tele cuando regresaste después de andar quién sabe dónde, y el olor había crecido, furioso, dispuesto a hurgarte con ganchos invisibles la memoria. Papá, ¿quieres comer algo? Silencio. Pero papá, no es posible que estés viendo la tele todavía, además a ti nunca te han gustado las caricaturas, y sus ojos han perdido ese brillo mercurial que tienen siempre que él se mueve feroz, y te persigue, y te arrincona, no papá, no, y con su navaja te arranca los velos, no papito, y ahora sus ojos ya no te pueden ver con esos párpados de alas móviles, nunca más vas a saber dónde me escondo, nunca más me vas a espiar cuando me bañe. Te acercas despacio, el olor golpea tu rostro como un pedazo de infierno, desconectas la tele y las moscas cantan óperas nerviosas alrededor del silencio de tu padre tan quieto, y tú por fin te atreves a tocarle el hombro y le hundes los dedos en la carne como si fuera plastilina, y cierras los ojos, y en tus adentros ves un triciclo oxidándose en el patio bajo la lluvia; ves muñecas sin cabeza debajo de la cama. Retiras la mano y ves a un par de gusanillos que trepan lentos por tu dedo índice, papá ya no tienes lengua, sólo gusanos brotando apenas de tu boca, gusanos paseándose por los pliegues, explorando las articulaciones para buscar debajo de la carne al niño que fuiste hace mucho tiempo, al niño que jugará conmigo a la casita y me llevará a un reino de charcos donde yo seré princesa para siempre, y para siempre quedarán en esta casa las moscas, tristes de tanto ver nuestros retratos en las paredes de polvo, y después de jugar yo dormiré contigo, papá, sin miedo, sin rencores, dormiré entre tus brazos amorosos hasta que la muerte nos separe.