Carlos Alvahuante
A medianoche, la habitación 408 comenzó a estremecerse. Parecía haber un bombardeo en su interior. Intrigados por aquel estruendo, varios huéspedes salieron a medio vestir de sus habitaciones. La cabecera golpeaba la pared como un toro herido. La cama gritaba. El hombre también.
A los pocos minutos, todo quedó en silencio.
—La verdad —confesó el más allá de aquel hombre (un hombre ahora vacío, boca arriba sobre la cama, la boca abierta, sin aire, sin palabras, la mirada rota apuntando al techo)—, no fue como esperaba.
—Lo sé. Nunca lo es —dijo la Muerte, aún a horcajadas sobre él.