Escuer y Bernal

1 de julio de 2009

HABRÁ UN MAR CUANDO TE MUERAS

Celso Santajuliana


Tal vez lo propio, pensó, sería ir así al forense, llegar corriendo y llorosa para mirar el cuerpo bajo la sábana percudida. ¿De qué color será la sábana? Muchas veces la imaginó azul hospital, nueva, con los pliegues del plancha­do aún visibles. Otras veces era verde insípido de sudario sin resurrecciones, cansada de cubrir muertos. O color hueso con algunas manchas de sangre. Nunca albina de ángeles, de viejos que se marchan a la mitad de un sueño. Lo propio, imaginaba, sería el atuendo de viuda inconsolable, o al menos reprimir esa sonrisa que la acompañó a la cocina para apagar las papas a medio hervir y regresar a la nevera la carne descongelada. ¿Y el cuerpo? Le intrigaba saber cuál de todas las muertes visualizadas anduvo más cerca de esta realidad. Tal vez el cuerpo estaría irreconocible, triturado por la compleja maquinaria de la empaquetadora de detergentes donde fueron a parar su título de Químico Fármaco Biólogo y aquel sueño de tardía adolescencia por descubrir alguna droga milagrera, tan milagrera que no solo curara el cáncer o el sida, sino también curara un poco su mediocridad enferma de grandeza. Aunque lo más probable es que no fuera así, porque un accidente laboral en él, siempre tan metódico y observador de las reglas, era menos probable que una muerte citadina y callejera; tal vez entonces ocurrió en un enfrentamiento con las pandillas del barrio, ahora tan frondosas de jovencitos; ella muchas veces lo imaginó encarando a los mozuelos que con modales intimidatorios le pedían para un trago o un piquete y él, siempre tan agresivo, los mandaba a la mierda hasta que por fin, ahora, la muchachada decidió darle una lección, una madriza de cuestionable didactismo que le mutó el gesto de emigrante nórdico por uno de tubérculo violáceo. Pero tampoco había muchas esperanzas de que su marido lograra una muerte así de espectacular, seguramente bajo la sábana se encontraría con el rictus desencajado y los ojos sorpren­didos ante la traición del músculo cardiaco que fue a armarle el numerito en plena calle, en pleno mediodía, en plenos cuarenta.


No era ajena al escándalo que levantarían las flores del vestido, chillantes tonalidades sesenteras, amarillas y naranjas, que atestiguaban esa última juventud estacionada en el pequeño departamento. Pero no iba a cambiar las ropas, no se asomaría al clóset donde acumulaba prendas de luctuosas tonalidades que fue comprando para tal momento; si acaso, llevaría también una gabardina olivo y lentes oscuros para que el brillo de sus ojos no la fuera delatando, para que nadie viera en ellos la casita playera y oaxaqueña que iba a comprar con el monto del seguro. Unos lentes de negrores impenetrables para que resultara imposible adivinar que abandonaría la docencia, que ven­derá el departamento para nunca volver a la ciudad. Todos deberían ver, en cambio, un rostro de pesares con lágrimas rodando a cada tanto, una fortaleza ficcionada que de seguro, pensarán al verla, luego de los funerales estallará en una pirotecnia de tristezas. Antes de salir se contendrá a recapacitar sobre la conveniencia de hacer o no las llamadas, tanto al seguro como a la familia de él; tal vez los del seguro algo sospecharían, tal vez lo indicado es que ni siquiera se le haya ocurrido y aguarde a que alguien en el forense lo sugiera, que la miren ir de vuelta a casa, a cambiarse y buscar entre los papeles. Debe estar a la mano, ¿sabe? él siempre tenía todo organizado. A la familia ni pensarlo, imaginaba a la suegra con su dulzura de pan de manzana festejando la llamada, pidiendo que le repita una y otra vez la noticia, en su mal español, su mal inglés, para no acabar de comprenderla. Dead? My son dead? La vieja con un ataque de histeria y luego la voz incrédula de la cuñada para repetir toda la charla. De ninguna manera, ella no estaba para eso, no hoy al menos, quizá mañana un aviso telegráfico, parco, insípido.


Al bajar las escaleras ignoraría con premeditación el saludo de la mujer del portero, corriendo luego a la esquina más transitada para tomar un taxi y sentada en el asiento trasero intentará recordar desde cuándo esperaba ese momento, cuántos años atrás había pensado abando­narla sin dejar pistas ni explicaciones, para que él la buscara en hospitales y delegaciones policiacas, que levan­tara actas y se muriera de angustia hasta que alguien en la universidad le dijera que hacía dos meses pidió su baja y habló de hacer un viaje. Otras veces quiso pedirle el divorcio al final de la cena, antes de que se sirva otra taza de café y pase la página del diario. Pero nunca se atrevió, ni se atrevería; pudo habérsele ido toda la vida así, frustran­do la despedida, hasta que una noche llegó con los papeles del seguro que andaba comprando, en dólares, y lo firma­ron con la solemnidad propia de esas cosas que se hacen por necesariamente prácticas pero no se comentan. Y a partir de entonces aprendió a enviudar, primero muy de vez en vez, cuando su traba­jo lo hacía viajar, y luego de llevarlo al aeropuerto imagina­ba al avión estrellán­dose en un aterrizaje de emergencia, o re­ventando en el aire por una falla mecáni­ca, el olvido de un técnico que de un ins­tante a otro la dejaba libre y rica. Aquellas noches de los viajes se desvelaba con el televisor encendido en el canal de las no­ticias, pero nada, nin­gún accidente aéreo. Luego, como aquello nunca ocurría, apren­dió a matarlo en acci­dentes urbanos, un choque provocado por ebrio irresponsable que se pasó la luz roja, o en sangrienta balacera entre poli­cías y ladrones que pretendían robar un banco. O porque unos narcos lo confundieron. Pero la accidentada ciudad no parecía que fuera a abrumarlos nunca. Entonces recu­rrió a los accidentes domésticos, tres o cuatro veces en la mañana se sorprendió matándolo dentro de casa, un resbalón en la bañera, o electrocutado con el cable de la tele que no arreglaron nunca, o armado al tragar esas tabletas de complementos vitamínicos enormes, o envenenado, botúlico gracias a las laterías de importación que tanto le gustaban. Y en el asiento trasero del taxi ya no iba a preguntarse cómo murió, ahora pensaría en un arenal sembrado por conchas diminutas, en una casa de dos aguas con ventanales amplios, en un pescador de ennegrecidas espaldas anchas que a veces se quedaría a pasar la noche.


Ya en la agencia del ministerio público iba a olvidar ponerse el abrigo y decenas de miradas le anclarían sobre la piel de los muslos que las flores desho­jadas del vestido dejaban ver a cada tanto. Y aún en la fugacidad sabrá distinguir las miradas; las había gélidas como el pasillo pardo, donde un muchacho trapeaba el rastro sanguíneo que dejó la última camilla; vistazos asqueados de porvenir por la madre que reconoció a la hija, tan pequeña la pobrecita, vistazos alegres de quien aclara un malentendido, sí, se llama igual pero no era él, y por último fueron las miradas cachondas de los empleados tras el mostrador las que le dijeron ponte la gabardina.


Parecería una broma el cuerpo ensabanado sobre la plancha, parecería que podría levantarse en cualquier momento porque en esa posición, con las sábanas así, igual de blancas, lo encontraban sus ojos cada mañana. Sólo el frío de la habitación y el rostro helado del forense la convencieron de que no era preciso apurarse con la prepa­ración del desayuno, y aunque ya lo había reconocido, esa silueta bien cuidada, acaso un poco de panza que la mortandad le disimuló. A pesar de que ya no quedaban dudas, el forense develó el rostro del muerto con un rápido movimiento de niño que hace magia. Ella entonces gritará sin ensayos, sorprendida por ese rostro pálidamente tran­quilo, se veía más joven, más delgado y ojeroso, como de la edad en que logró enamorarla, tanto, como para que ella renunciara a su beca en Oklahoma y entrara como auxiliar académico aquí en la Universidad. Entonces el llanto no sería arrepentimiento ni culpabilidad, un lloriqueo poster­gado desde la vez aquella cuando una mañana decidió que ya no lo amaba, que no volvería a amarlo nunca.


Se supo acomodándole los cabellos con esa manía que a él le desesperaba, y le acarició las mejillas sin reconocer la frescura de ausencia, la rigidez marmórea. De qué habrá muerto, pensaría, y el forense, como si le estuviera leyendo la mente, descubrió todo el cuerpo, removió el pene y los testículos con una pala de madera y dejó al descubierto un pequeño orificio en la entrepierna, un balazo que perforó la femoral, por esta herida se desangró antes de que llegara la ambulancia.


Entonces el llanto, copioso y abundante, no sería parte del montaje sino consecuencia de las complicaciones que empezaba a vislumbrar y que estarían plenamente confirmadas por la tendencia de los interrogatorios, porque pudiendo tener una muerte clara, evidente, fue a morirse en medio de un misterio. No sugerimos nada señora, esto se hace de oficio, es rutina, le dijo un leguleyo afeminado, que como muestra de decir verdad le señaló a los compañeros de la oficina del difunto, cuyas declaraciones coincidieron en no haber visto nada ni a nadie sospechoso; escucharon de pronto el ruido del disparo, un ruido seco y sin contundencia, como las salvas de la tele, y cuando salieron ahí estaba él, tirado en el pasillo de la escalera, tratando de contener la hemorragia con las manos mientras daba indicaciones; una ambulancia, un torniquete aquí, no, no, deben apretar más arriba, no vi quién disparó, alguien debajo de la escalera, llamen a mi mujer, por favor con mucho tacto, no vayan a espantarla.


También las declaraciones fueron coincidentes al señalar que el finado no tenia enemigos ni en la oficina ni entre los obreros de la fábrica, y los más cercanos a él dijeron que lo único que últimamente le inquietaba era su vida matrimonial, al parecer ahí las cosas no marchaban del todo bien. ¿Es cierto eso señora? y por respuesta ella tendría un arrebato de lágrimas y sollozos que bastarán para lograr un regaño al aprendiz de ministerio; luego un superior retomará el expediente, siéntese señora, y la gentileza no cambiará la línea inculpatoria; a ver dígame ¿su esposo tenia problemas con alguien? ¿dónde estuvo hoy de diez a cuatro?, ¿tiene usted amantes?, ¿cuándo cambió su esposo de nacionalidad?, ¿sabia o sospechaba alguna infidelidad? Le haremos la prueba de la parafina, ¿sabe lo que es la prueba de la parafina?


Respirará profundo entre preguntas para construir una coartada sin contradicciones, y sonríe a cada tanto por la impensada posibilidad de que la muerte aquella fuera resultante de un lío de faldas; de ser así tendría una justificación para despreciarlo e iba a sentirse un poco menos culpable por desear tanto su muerte.


Mientras efectuaban la autopsia tendría tiempo para ir a casa, para tomar un baño, vestirse con más propiedad y hacer las llamadas pertinentes; primero a un abogado amigo de su esposo para que sorteara los trámites de retiro del cadáver y lo que resulte en la investigación del homicidio. Luego llamar a la funeraria para contratar un paquete con todo e incineración, y a ver si de una vez pueden arreglar lo del permiso para sacar del país las cenizas. También llamara a su hermana para no están tan sola en esto de los papeleos, y a los del seguro para que fueran tramitando su cheque.


Causa de la muerte: desangrado tras perforación por arma de fuego de la artería femoral. ¿Sabía que es una muerte frecuente entre toreros? Diría el de la aseguradora, cuando llegó en la mañana de la cremación, con el expe­diente en la mano y con un largo formulario. El obeso agente se estuvo junto a ella durante las dos horas que demoró el incinerado, haciendo preguntas separadas por pausas grandes, en las que ambos imaginaban con descaro en qué gastar una cantidad como la que ella recibiría, si la investigación policiaca no lograba inculparla del modo en que los de la aseguradora esperaban.


Veamos, diría sólo por rectificar, el día de los hechos usted fue a la universidad, la llevó su esposo porque su coche no circula los viernes, fue día de examen, de nueve a once, la materia que usted da es... Biología, terciará ella al ver la confusión de papeles donde el empleado de los seguros no encuentra sus notas. Sí, es verdad, primer semestre, Facultad de Ciencias. ¿Sabía usted que estadísticamente los crímenes mejor planeados son aque­llos donde el autor intelectual maneja reglas del método científico? ¿Qué hizo luego de la universidad?


Harta de cuestionamientos llegará a casa con la caja de cenizas todavía caliente, y en las escaleras se topara con el investigador de la policía que sigue interrogando a los vecinos. Paciente, tiende los pilotes del cerco donde preten­de atraparla, porque nadie la vio de doce a cuatro, y según sus vecinos usted y su esposo discutían constantemente y...


Por fin el domingo lo único que faltaría son los trámites de cobro. No le molesta que las investigaciones la señalen, si no como sospechosa del crimen práctico, sí cuando menos de la autoría intelectual. También ella vivía en la paranoia, recuerda mientras guarda en bolsas la ropa del marido para regalarla a los de intendencia del trabajo, porque la vida fue bien distinta luego de adquirir el seguro, no únicamente por los remordimientos que al principio le producía desear la muerte del esposo, sino sobre todo el miedo de que a él fuera a ocurrírsele lo mismo, el temor de que no sólo hubiera un deseo, sino además la voluntad de realizarlo. Entonces no volvió a tomar nada que él sirviera, y dejó de comprar las frutas que nada más ella consumía, y mientras él se lavaba los dientes ella todas las noches levantó el colchón y hurgó en el clóset temiendo encontrar un arma, una cuerda. Y siempre, desde entonces, desper­taba con sobresalto cuando él se levanta, aún de noche, para salir a correr, y ella, tensa, fingía dormir hasta que lo escuchaba bajar las escaleras, sacar el coche.


Terminando con la ropa y objetos personales se pondría a levantar el inventarío de los muebles, a redactar los anuncios que pondrá a primera hora en el periódico, mientras en un papelito construye las dos aguas y la chimenea de su casa costera donde tal vez se dedique a escribir, o aprenda a tocar la flauta transversal. Luego redactará su renuncia irrevocable y el lunes desde tempra­no estaría en la aseguradora para apurar los trámites, y pedirle al abogado que presione legalmente. Será entonces cuando se entere de que los vecinos dijeron no estar sorprendidos por el crimen. Ya se veía venir, no se podía esperar nada bueno si siempre estaban peleando, si se insultaban a gritos bajando las escaleras. Y el abogado recomendará no mostrar demasiado interés por el seguro. Y a media tarde dos nuevos agentes se apersonarán en el departamento para hacerle preguntas, las mismas, para tratar de confundirla, acorralarla hasta que ella se conven­ce de que se han vuelto hartantes tantas complicaciones, y además ya casi son las siete. Mejor será ir pensando en que se muera de otro modo, y mejor también, por lo pronto, será cuidar más la imagen con los vecinos, y preparar una cena rápida, porque aunque los viernes por la noche empeora el tráfico, él no tardara mucho en llegar.