Mónica Sánchez Escuer
Gira la perilla: el sargento entra a la oscuridad del cuarto. Sin prisa. Sin ruidos. Poco a poco sus ojos van ajustando los márgenes, los contornos imprecisos. Lo único claro y visible es la raya de luz que parte la habitación en dos como una línea de fuego. Antes de dar un paso, observa su ruta: ve cómo se cuela por el minúsculo orificio que una palomilla ha labrado en la gruesa cortina, atraviesa el cuarto y choca contra el muro opuesto. Ahí hiere el retrato de un hombre: la comisura de la boca, el ojo derecho, la boina y un pico de la estrella que lleva en el centro. El Sargento reconoce al General, hace unos veinte años, tal vez. Sin el fusil que carga ahora en la mirada. Sin las arrugas de la rabia constante. Cuántas palizas, encierros, humillaciones tuvo que soportar para ganar su respeto, su confianza. Pero hoy está decidido a poner un límite. Como la luz que baja por la pared, sigue por el piso de madera, ilumina el polvo de la madrugada y separa, implacable, dos prendas muy juntas: una larga, verde, que aún guarda la huella de dos piernas gruesas; la otra cortita que ciñe una cintura de aire. El Sargento ve como el hilo de luz se abomba siguiendo el trazo del sostén, el de la boina, estalla en la estrella prendida en su centro y se disipa en el espejo de una cómoda: ahí sus ojos recorren el cristal y en él, la habitación, la cama, los cuerpos que despiertan; ven la mano, su mano, la pistola que empuña, el miedo en los ojos de ella. El Sargento da la espalda al espejo. Dispara. El cuerpo de su mujer se retuerce con la descarga. El General, en silencio, lo empuja de la cama hasta tirarlo al suelo.
El Sargento mira ahí, sobre la duela, el pecho desnudo de Luz, la sangre y la carne revueltas, el pubis iluminado por la raya de fuego que el General borra al encender la lámpara.