En la antigua residencia Malmaison se pasea Josefina, ya sin su chal vaporoso.
Nada es diferente en ella, en apariencia. Sus ojos aún son rasgados, de mirada lejana. La cabeza ladeada, sin recuerdos, sigue el curso distraído del tiempo.
Josefina murió antes que Napoleón. Una madrugada, un destello bajo los párpados plateados: lo último que supo fue que lo amaría siempre.
Para los fantasmas, siempre es una palabra que significa aceptar un estado de cosas que no se puede cambiar, es como la palabra fatalidad, pero sin porvenir.
Para ella no hay porvenir. Sólo vive una misma noche, una, la de su muerte, que empezó con la crepuscular visita del Zar.
Cuando supo que el Zar la visitaría, escogió muselina, aunque le advirtieron: es un género muy delgado para protegerse del crudo inicio del invierno. Y la quiso violeta, el color de la melancolía, para mostrarle al vencedor su aflicción por el emperador exiliado.
Se hizo confeccionar un vestido y un chal. El Zar no olvidaría ese paseo, del brazo de una de las mujeres más bellas de Francia, por el jardín laberinto que ella misma había diseñado. El frío no importaba, hablaban... de qué hablaban en verdad.
Esa noche Josefina enfermó, su delicado cuerpo se rindió al frío que le cobraba el paseo nocturno. En su delirio deseaba el exilio. Morirse con Napoleón, el emperador caído en desgracia, humillado en las estepas rusas, abandonado por María Luisa -la joven y fértil esposa austriaca-, perseguido por sus vencedores.
Josefina murió. Sobre el almohadón descansó su cabeza ladeada, los rizos dorados. Al alba, dio unos pasos fuera de su cuerpo, no pensaba, no quería nada.
No cruzó el mar con su nuevo cuerpo de niebla, no fue a buscarlo a la isla en que él luchaba contra la brisa del mar, contra el rumor de las olas, enemigos que le impedían volver al verdadero campo de batalla. No. Josefina no realizó su deseo. Las leyes de los fantasmas son otras. El amor le dio vida eterna, aunque ella no sabe por qué, no tiene recuerdos de nadie.
Su vestido es inexplicablemente violeta.