Escuer y Bernal

6 de julio de 2009

CALIPSO

Arturo Villalobos


Las crónicas del reino refieren la existencia de una ciudad abandonada cuyos únicos habitantes son estatuas de mujeres. Los viajeros deben evitarla a toda costa, aun contra sus deseos naturales o afanes exploratorios, pues se sabe que los únicos sobrevivientes a ella han sido ciegos, monjes, eunucos, mutilados o ancianos. Los jóvenes suelen perecer sin esperanza.


Los siglos han referido relatos de viajeros que han quedado extasiados, hasta la muerte por inanición o de frío, en la contemplación de un pecho, unos muslos, la curvatura de unas caderas, la estrechez de una cintura o un rostro imposible desde la tersura de la roca, en el absoluto de una belleza esculpida con maestría no terrestre. Por ello no es extraño encontrar cráneos y restos de osamentas alrededor de las estatuas.


A esta ciudad se llega por un antiguo lago, ahora seco, en otros tiempos habitado por ninfas, quienes dejaron como único vestigio de su paso una ciudadela en espiral, monumento a un culto que ha ido desapareciendo, conformada por templos vacíos, columnas dispersas, anfiteatros arruinados y puentes rotos, en cuyo centro se encuentra la efigie de una diosa cuya faz nadie ha visto. Los hombres no resisten más allá de la tercera o cuarta estatua en su camino, pero se sabe del caso de un hombre puro que logró acercarse y contemplar por un instante la belleza absoluta de la diosa de piedra, antes de que el resplandor emanado de aquel rostro le quemara los ojos.