Escuer y Bernal

13 de julio de 2009

LOS TIQUILICHES

Agustín Cadena

Se dice que los tiquilichis vivían dentro del Popocatépetl y que salieron con la gran erupción de diciembre de 1999; se dice también que son una mutación provocada por el eclipse del 11 de agosto.

Nosotros no sabemos cómo llegaron. Recordamos que antes de los desastres no había tiquilichis en la ciudad de México; se podía caminar libremente de un barrio a otro, a todo lo largo de los ejes viales y a plena luz del día. Era posible subir a la azotea de los edificios más altos y contemplar desde ahí la ciudad, que brillaba erizada de torres y cristales. Pero a finales del siglo pasado se dejaron venir las catástrofes. Tan sólo en el último año hubo tres: el eclipse, la erupción del volcán y el Horror sin Nombre, que vino al final para rubricar la obra de la destrucción. Sólo sobrevivimos algunos seres humanos, algunos animales urbanos... y los tiquilichis.

Nunca los hemos visto de cerca, pero a veces pasamos cerca de sus dominios. O encontramos en cualquier lugar pruebas de que siguen extendiéndose. Se reproducen rápido y pronto se habrán adueñado de la ciudad. Dice mi abuelo que no será posible detenerlos. No sé. De todos modos, ¿quién lo intentaría? Nuestra tribu se estableció en el territorio que parecía más seguro: el parque México. Ahí estaríamos lejos de los edificios que amenazaban con seguir cayendo. Ahí reiniciamos la vida como pudimos. Poco a poco cobramos valor y comenzamos a aventurarnos por otros rumbos de la ciudad. El primero que vio a los tiquilichis, en una excursión al zócalo, fue mi hermano mayor. Y murió devorado por ellos. Nadie más volvió a aventurarse. Pero el otro día pude ver parte de la ciudad que están construyendo encima de nuestra ciudad, sobre los escombros de la catedral, entre la hierba ennegrecida de las desiertas plazas.

Enfrente del Palacio Nacional se levanta una estructura enorme y muy compleja, que parece ser el centro del poder de los tiquilichis. Esta estructura es en sí un tiquilichi, una especie de tiquilichi reina, que respira y late como un gigantesco corazón humano, mientras de sus húmedas aberturas salen y entran pequeños guardias. Cerca de ella se encuentra un invernadero donde los nuevos tiquilichis tratan de adaptarse a las condiciones de vida de la ciudad. Y en varias iglesias -de las que aún quedan de pie- las torres han sido invadidas por tiquilichis ermitaños, cuyos viscosos tentáculos trepan por las torres y, como largas lenguas de carne rosada, lamen morosamente los campanarios. En otros sitios hay agujeros por donde una legión de tiquilichis obreros sube y baja del mundo subterráneo en busca de algo que utilizan como materia prima en sus procesos vitales. El espectáculo no carece de belleza: tantos colores, tantas formas antes desconocidas para nosotros.

Hemos intentado matarlos, pero nuestras armas no consiguen hacerles daño.

La semana pasada apareció un nuevo agujero en la colonia Roma. Los tiquilichis están cada vez más cerca. Pronto tendremos que irnos. Pronto habrán invadido toda la ciudad.