Ricardo Bernal
Pasé casi toda mi infancia metido en tu baúl. Un baúl de gruesas paredes, cerrado siempre con el candado parlante que ahuyentaba a los intrusos.
A veces la lluvia entraba por las ventanas y sus pies de humedad pisoteaban todos mis huesos. Adentro del baúl, la oscuridad y el silencio formaban una extraña alianza de actores verdugos, interpretando cada noche el Juicio Final.
Recuerdo al laborioso pueblo de polillas que compartía conmigo esas residencias: sus innumerables alas y hocicos recorrían mi cara y los dedos de mis pies; incluso algunas, las más osadas, se arrastraban despacio por el pozo seco de mi garganta, dejándome completamente mudo y haciendo que los engranajes de la memoria se fueran oxidando poco a poco.
Recuerdo que cada jueves, muy temprano, abrías el candado y me sacabas del baúl. Me arrullabas entre tus tentáculos diciendo: "Ya, mi dulce niñito; ya, mi pequeño bebé". Yo miraba incrédulo la lepra de tu rostro, y bajo el brillo hipnótico de tu mirada se despertaba en mis adentros ese amor que sólo conocen los perros y las víctimas.
"Bebito, bebito de azúcar y miel... aliméntame pequeñito", decías, y tus negros colmillos se clavaban en mi cráneo para absorber lo poco que ahí quedaba. Luego me llevabas arrastrando hasta el ropero, abrías sus pesadas puertas y sacabas un frasco azul lleno de pájaros líquidos. Me dabas a beber de esa sustancia y a los pocos minutos mi alma caía en un letargo de sueños crípticos y descabellados.
Soñaba, por ejemplo, que iba a la escuela y jugaba con los otros niños; soñaba con un zoológico de jirafas alargadas y viejitos vendiendo globos; soñaba con una fiesta de cumpleaños y un pastel de fresas en medio de la mesa.
Pero siempre despertaba, y entonces eras para mí la misma mosca pegajosa amamantando a sus criaturas, o un gran sapo crucificado, todo cubierto de llagas.
El día que cumplí siete años cayó en jueves. Estuve esperándote desde la madrugada, trataba de no respirar para oír el eco de tus pasos en alguna de las galerías. Conté las horas, los días, las semanas... pero tú nunca llegaste. Volví a quedarme dormido, aunque esta vez no soñé nada. Cuando desperté, el baúl estaba abierto y un olor nauseabundo revoloteaba en el aire. Te busqué de habitación en habitación hasta toparme con la última puerta, la que da a los jardines y a tu cementerio de muñecas; la abrí despacio: entre bracitos, cabecitas y piernitas de plástico, tu cuerpo se descomponía.
Desde entonces soy el único habitante de esta casa. Aunque sé que muy pronto, cualquier jueves, un nuevo bebé nacerá en tu viejo baúl, y sus sueños serán mi alimento durante toda la vida.