Escuer y Bernal

3 de agosto de 2009

ANDANZAS DEL LIBRO QUE VIVIÓ EN PALACIO

Miguelángel Díaz Monges


Ed. Heyk no logró un sitio en las enciclopedias, lo que quizá lo deja fuera de la historia. Habría que inventar casi todo sobre él. En 1904 publicó una monografía de 194 páginas (que incluyen árbol genealógico y un breve índice analítico) acerca del príncipe Otto Eduard Leopold von Bismarck-Schönhausen, primer Canciller de Alemania, nacido el primero de abril, como quien esto escribe, pero de 1815 y en Brandemburgo, Prusia; vivió agitadamente 83 años y cuarto y murió en Berlín (capital del Estado Alemán; imperio que él unificó, edificó y convirtió en uno de los más poderosos, sanguinarios y fracasados de que se tenga memoria) el 30 de julio de 1898, es decir, seis años antes de que Ed. Heyk viera impreso el libro que constituye la única noticia que tenemos acerca de su paso, el de Heyk, por el mundo.



Pese a tan vacías cajoneras algo de él sabemos ya. Por lo pronto que ha muerto, por joven que fuese cuando escribió su libro. También que era un burgués (un noble, particularmente un noble alemán, no habría suprimido de sus créditos el título nobiliario) y que era un burgués de esos que merodeaban la corte, adinerado, dispuesto a adquirir un título al precio que fuese. Sabemos que sentía ese monstruoso orgullo que sienten algunos, generalmente alemanes, por la grandeza alemana (valoración que tanto daño ha hecho al mundo y a Alemania) y que, como pasa con todos los mediocres, admiraba y reverenciaba a sus opresores: pocos personajes registra la historia tan absolutistas e intransigentes como el que fuera llamado "El Canciller de Hierro", cuyo carácter le hizo merecedor de dar nombre al acorazado en el que Adolf Hitler puso la suerte marítima del Tercer Reich.



Otra prueba tenemos de sus anhelos cortesanos: Este libro, titulado secamente Bismarck, publicado a seis años de muerto el mayor acreedor del orden político alemán, implicó mucho tiempo de investigación, recopilación gráfica y, luego, labores editoriales y de impresión, de lo que debemos inferir que no perdió un segundo para iniciar su trabajo; que quizá remojó en tinta la elegante pluma durante los mismos funerales del príncipe. Por lo demás, ¿quién aportó tanto material gráfico inapreciable, como una copia facsimilar de quién sabe qué cosa, sin duda importante, escrita por el vencedor de Sedán, daguerrotipos y fotografías, caricaturas de época (ya lo eran entonces), reproducciones de dibujos y pinturas de diversos autores, y todo esto no sólo acerca de Otto Eduard Leopold, príncipe de Bismarck, sino también del sinfín de políticos y lugares que lo vieron desde abajo o, a lo más, lo vieron pasar calmo y sin titubeos hacia su objetivo, lejano a cuanto pudiera atestiguar sus arrolladoras pisadas. No hay duda de que el señor Ed. Heyk fue un lambiscón fracasado, con lo que el autor se nos queda aquí. Tampoco hay gran cosa que añadir en torno a su personaje: es del género que interesa a lectores de biografías de genios y tiranos.



Más interesante que la existencia de estos dos caballeros me parece la vida del libro que me reúne con ellos. Y más que la vida del libro la de un cuarto personaje involucrado en su historia. El libro es intachable por su hechura: su estado de conservación y su olor revelan el profesionalismo de los editores Liebhaber=Husgaben, que tuvieron por logotipo un demonio barroco, quizá un dragón, que apresa tres rollos de papiro. Me ha sido imposible identificar la tipografía: muchos caracteres son difíciles de interpretar, sobre todo los usados en páginas principales; en las interiores está claro que el tamaño es moderno (8 a 10 puntos en cuerpo y 6 a 7 en los pies de ilustración). Nada inapropiado a una edición de 1904, incluso el encuadernado estilo holandés y un
ex libris
no mucho más reciente. Los editores mostraron su presteza en otro detalle al que no puede haber sido ajeno nuestro ya abandonado señor Hayk: aunque los caracteres son difíciles y el alemán es un idioma que ni conozco ni pienso conocer en la vida (aunque, ¿quién me asegura que por avatares como los vividos por este libro no terminaré pastoreando reses en una aldea a 15 kilómetros de Franckfurt?), puedo leer que se tiraron sólo 100 ejemplares encuadernados como el que tengo enfrente, numerados en romanos del 1 al 100 (lo que se advierte mediante arábigos). Esto sólo confirma que el libro era para agradar a ciertos políticos cortesanos. Y si el que tengo es el número IV, ¿no perteneció acaso y sin duda a algún destacado ministro con más de una distinción nobiliaria? La historia alemana da muchas respuestas posibles a las preguntas abiertas: ¿cómo llegó el libro a manos del cuarto personaje involucrado, seguramente su segundo poseedor y quién era éste, cómo lo conservó, transportó, salvó de más de una debacle, etcétera? Pudo ser un general derrotado en la Primera Guerra Mundial o un relevante miembro del partido Nazi o quizá un judío coleccionista. Imposible de saber. Apenas podemos adivinar que ése u otro nuevo poseedor del libro se exilió, vino a América, a México, vivió lo que le quedara y enfermó definitivamente o murió sin descendencia o con ella a fines de 1974 o principios de 1975 (justo por aquel periodo mi padre me secuestró tras varios años durante los que mi madre le impidió verme y, claro, lo que ya está mal, me negó su presencia), mientras leía o releía el libro (¿hubo quizá un cuarto dueño?), según muestran las dos hojas de calendario (9 y 10 de octubre del primero de esos dos años, una de las cuales ofrece, a la vuelta, un consejo referente a la educación de los hijos y la otra un chiste que tiene por locación un manicomio) dobladas por la mitad y colocadas entre las páginas 114 y 115. De ser otra la causa de la interrupción de la lectura, como, por ejemplo, aburrimiento o descubrimiento de mala documentación del trabajo, seguramente las marcas de seguimiento se encontrarían varias páginas antes. Me permito tal conjetura por tratarse de alguien que leía alemán, cosa que invariablemente acusa disciplina.



El caso es que quien haya entrado a su ya desolada biblioteca decidido a convertir en pesos esos papeles inútiles escritos en un idioma hermético hizo las cosas de tal modo que el libro fue a dar, por ahí de 1995, a un puesto de periódicos en las afueras de la estación de autobuses de Taxqueña, donde el voceador anotó con lápiz, en la primera interior, un inapelable $6.00 al que yo, que siempre llego tarde a todas partes y sin embargo ese día tuve unos minutos extras para pasear por entre esos puestos y parar en uno a hurgar, no pude resistirme, y que hoy ese libro, editado e impreso con todos los lujos en Leipzig en 1904, destinado a elevadísimas funciones, tocado por eminentes manos, se aburre en un pequeño pueblo provinciano e inculto, donde el índice de analfabetismo (en cualquier idioma) se redondea oficialmente en 80%, de un extraño y bárbaro país llamado México, en los anaqueles de la biblioteca de un hombre que no entiende palabra de alemán.



Más de un siglo habrá pasado desde el día de 1904 en que el señor Heik celebró en Leipzig el tener en sus manos los bellísimos 100 ejemplares numerados de su libro, realizado con pasión, esmero y grandes espectativas, hasta el día en que alguno de mis hijos o de mis nietos, conocedor del alemán e interesado por el poder o las biografías, vuelva a leerlo y se ría de lo distintas que se ven las cosas bajo la luz o la sombra (¿quién nos asegura cuál de las dos actúa?) del tiempo, la historia y sus secuelas.