Escuer y Bernal

7 de noviembre de 2011

AUTOEXPLORACIÓN

Magdalena López Hernández



Elizabeth cierra la puerta del baño, abre el grifo de la tina, enciende la radio y comienza a desnudarse frente al espejo en medio de una nube de vapor caliente. Al quitarse la última prenda, cierra el grifo. Mete un pie; el otro, y recuesta el cuerpo sobre la porcelana.


Las piernas se le abren hasta chocar con las paredes de la tina. Cierra los ojos. Con la mano izquierda aprieta el seno mientras que la derecha recorre el abdomen hasta llegar al sexo. Lo acaricia. Lo frota. Desciende hasta su entrada húmeda. Mete un dedo. Suspira. Un segundo. Suspira. Un tercero… Con los ojos cerrados, ella mete y saca a un ritmo acompasado hasta que adquiere velocidad y muerde los labios para retener el gemido. Desliza la mano izquierda del pecho al sexo. Acaricia el clítoris. Se arquea bajo el agua. Un hilo de sangre le recorre la barbilla. Los dedos se mueven como lombrices dentro del cuerpo, apresuran la entrada y la salida mientras Elizabeth suspira y la vagina le sangra. Gime fuerte, cada vez más fuerte hasta que la respiración se le atora en el pecho. Exhala. Las facciones se le relajan. Una sensación de humedad le desciende por la palma de la mano. Abre los ojos. Sus dedos no paran. Entran, salen; entran, salen. La sangre se disuelve en el agua. Desesperada, presiona la muñeca para detener el movimiento. Imposible.


Un par de nudillos toca a la puerta.


—Liz, ¿está todo bien ahí adentro?


Ella abre los ojos. Mira a su alrededor. Suspira.


—Sí. Todo bien, ma.


Recarga la cabeza en el borde de la tina. Sonríe. “Un sueño”, dice. La mano derecha emprende de nuevo su rutina. El eco de un gruñido se escabulle entre el agua. Elizabeth grita. Saca la mano de la entrepierna. Se levanta y grita más fuerte: el agua está teñida de rojo y a su mano le faltan tres dedos.


Sus ojos inquietos miran la bañera. Escucha el gruñido. Busca. No encuentra. Vuelve a escucharlo. Busca de nuevo. Desciende el rostro a la altura de la pelvis. Se mira. Desconcertada, pasa la mano sobreviviente por el sexo. Un aire cálido le roza la piel. “Respira” Los dedos trémulos se acercan, exploran; en los bordes de la vagina descubren el filo de los dientes.


Las pupilas se dilatan. Una sensación viscosa le baña los dedos. La observa. ¿Saliva? Adentra la mano. Grita. De su vagina caen pedazos de carne y hueso y la mano sale parecida a un trozo de carne roído por ratas.


—No es real, no es real — dice.


Una carcajada áspera surge de las paredes del baño. Elizabeth, asustada, trata de salir de la bañera. Tropieza. Cae de espaldas. La risa persiste, se acerca. Ella busca pero, una vez más, no encuentra nada. Impulsa el cuerpo hacia atrás para llegar a la puerta. Una vez ahí, se levanta. La perilla. Mira los dos dedos de su mano izquierda y la inutilidad de la derecha. Llora. Golpea la puerta con los codos. Nadie contesta.


Siente un calambre perforándole el vientre. . El dolor le deforma el rostro. Ella cae, se retuerce en el suelo, dobla el torso hacia las rodillas. Trata de gritar pero el grito se le atora en la garganta. Por su vagina se asoman las yemas de cinco dedos y el resplandor afilado del metal; abruptamente, las manos surgen y abren las piernas de golpe.


Elizabeth, atónita, ve el músculo exhibido de la mano derecha y el guante en la izquierda. Las cuatro garras de éste se le entierran en el muslo, se aferran a la piel y jalan hasta que se vislumbran los hilos desgarrados de un suéter bicolor. Líneas rojas y verdes dan forma a las mangas largas que cubren los brazos nacientes del interior de Elizabeth. Las manos continúan abriendo las piernas para dar paso al cráneo cubierto de piel derretida, tras el que viene el cuello y la misma aglomeración de hilos rojos y verdes. Al asomarse los hombros, los muslos se desprenden de la pelvis, por lo que abrirlas ya no supone un problema para el torso y las piernas que surgen lentamente.


Una vez fuera, el hombre se incorpora. Adentra la mano en Elizabeth, de cuyo interior saca un sombrero empapado de fluidos vaginales, el cual se lleva a la cabeza descarnada. El hombre deja a la vista sus dientes amarillentos y, burlón, la mira con sus ojos verdes al tiempo que mueve las garras en el aire llenando el baño de un sonido metálico.


—¿Necesitas una mano…perra? —dice


La risa áspera rebota en los azulejos. El guante se adentra por la vagina de Elizabeth, cuyos ojos se abren como si quisieran desprenderse del párpado. La sangre se le desborda por la boca mientras las garras emergen violentamente dejando, al pie de la puerta, el cuerpo biseccionado de Elizabeth enmarcado en un charco de vísceras y sangre.


Un par de nudillos toca a la puerta.


—Liz, ¿está todo bien ahí adentro?


—Sí. Todo bien, ma.