A René Magritte
Una vez finalizado su privado festín de carne, el asesino escucha “Gnossienne No. 1” de Erik Satie. Todo alrededor se desvanece y la música lo sumerge en sus corrientes invisibles, mientras una gota de sangre comienza a resbalar del cuerpo de la mujer en la mesa de disección, una gota roja deslizándose hacia un vértice de la mesa, como si un pincel trazara una línea roja sobre la superficie ligeramente humedecida por el sudor frío del cadáver, un pincel delicado e invisible como la música que el asesino escucha.
Tres caballeros de bombín le observan, parapetados detrás de la ventana, con una envidia callada y rabiosa. ¡Que él –abominación sobre la tierra- haya logrado seducirla! ¡Que él –habrá que mesarse los cabellos– la haya gozado para después matarla en un éxtasis abyecto! ¡Qué él –maldito sea su nombre desde siempre– se haya derramado sobre el manjar de su carne y no cualquiera de ellos! Pero aguardan el momento en que su venganza no escamoteará los refinamientos de una tortura pausada, una orgía de nervios crujiendo entre gritos bajo una bombilla de luz deteriorándose a través de la noche.
La trayectoria de la gota púrpura está a punto de llegar al vértice que apunta a la ventana.
El asesino a sueldo también aguarda, mazo en mano, para castigar a ese esteta que le robó su recompensa de sicario, el pan de semanas, el prestigio de matarife invicto. El guardián de la Ley prepara su red de gladiador furtivo, impaciente por cobrar una victoria que le otorgará un peldaño más en su carrera como defensor de una justicia obediente a sus designios de jurisprudente.
La gota se tensa hacia el suelo, se estira un momento, negándose al desprendimiento, e inicia su caída.
En un acorde tembloroso de Satie, todos los acechantes han contenido el aliento.
Al escuchar el impacto de la gota en el suelo, el asesino despierta de ese lento acorde como si emergiera de una telaraña. De repente no sabe qué está haciendo allí. No ha salido del trance todavía. Luego recuerda. Vuelve al cuerpo en la mesa, a la noche, a su propio cuerpo. Aguza el oído y se da cuenta de que no está solo. Se lamenta con furia, aunque no haya tiempo para lamentaciones, por tener que acabar con más vidas, aunque ahora sólo sea para escapar.
Apaga el gramófono y enciende un cigarrillo mientras todos sus sentidos se tensan al máximo como las cuerdas de un violín preparándose para un concierto a media luz de la luna.
Tres caballeros de bombín le observan, parapetados detrás de la ventana, con una envidia callada y rabiosa. ¡Que él –abominación sobre la tierra- haya logrado seducirla! ¡Que él –habrá que mesarse los cabellos– la haya gozado para después matarla en un éxtasis abyecto! ¡Qué él –maldito sea su nombre desde siempre– se haya derramado sobre el manjar de su carne y no cualquiera de ellos! Pero aguardan el momento en que su venganza no escamoteará los refinamientos de una tortura pausada, una orgía de nervios crujiendo entre gritos bajo una bombilla de luz deteriorándose a través de la noche.
La trayectoria de la gota púrpura está a punto de llegar al vértice que apunta a la ventana.
El asesino a sueldo también aguarda, mazo en mano, para castigar a ese esteta que le robó su recompensa de sicario, el pan de semanas, el prestigio de matarife invicto. El guardián de la Ley prepara su red de gladiador furtivo, impaciente por cobrar una victoria que le otorgará un peldaño más en su carrera como defensor de una justicia obediente a sus designios de jurisprudente.
La gota se tensa hacia el suelo, se estira un momento, negándose al desprendimiento, e inicia su caída.
En un acorde tembloroso de Satie, todos los acechantes han contenido el aliento.
Al escuchar el impacto de la gota en el suelo, el asesino despierta de ese lento acorde como si emergiera de una telaraña. De repente no sabe qué está haciendo allí. No ha salido del trance todavía. Luego recuerda. Vuelve al cuerpo en la mesa, a la noche, a su propio cuerpo. Aguza el oído y se da cuenta de que no está solo. Se lamenta con furia, aunque no haya tiempo para lamentaciones, por tener que acabar con más vidas, aunque ahora sólo sea para escapar.
Apaga el gramófono y enciende un cigarrillo mientras todos sus sentidos se tensan al máximo como las cuerdas de un violín preparándose para un concierto a media luz de la luna.