Gabriela Damián Miravete
Camino por la calle húmeda, escurridiza como un reptil bajo mis plantas, después de abrir los ojos a mitad de la madrugada pensando en el enemigo. Porque ¡ah, sí! Hasta la más insignificante de las ociosas como yo no quedan a salvo de la deliciosa intriga de poseer un enemigo. "¡Señorita! ¡Tenga cuidado! ¿Ningún caballero ha podido acompañarla a estas horas?", chilla una sombra mientras doy pasos sin rumbo. Mi enemigo no es un fisgón como éste. No creo que le halle en la penumbra de las esquinas: ni asaltador ni robachicos. Salí de casa porque sentí que estaba ahí, en mi habitación, acechándome tras las cortinas o las puertas del armario, cuyos espejos cada vez me llenan más de espanto. Nada fue igual luego del baile, cuando yo miraba complacida mi reflejo en el tocador, coloreándome las mejillas antes de volver a aquel salón donde la música atronaba, sentada cerca de esa mujer que miraba también mi reflejo y que invadiéndolo, hablándome a mí y no a la del espejo, susurró con apuro "no tengas amistad con quien tenga poderosos enemigos", su sonrisa siniestra y la falda bisbiseante saliendo con sigilo de esa cámara de sillones rojos, aterciopelados. "¿Martín tendrá enemigos?" pensé entonces, pero pronto descubrí que era no era más que un pretendiente mediocre, demasiado simple para provocar asombro, o envidia. De ahí en adelante me sentí observada, ajena, buscando afrentas por todas partes; mientras en el espejo veía mi belleza crecer, a pesar de estar más pálida o enjuta, marcada con un temblor en los labios y sin embargo, de alguna forma transformada por cierta soberbia insólita en mí... comencé a sentirme, sí, poderosa. ¿A causa de qué? ¿Cuál era ese poder? Vanidosa e impúdica, me dediqué sólo al disfrute de tan nueva sensación hasta que tal magnanimidad me resultó perversa: sentada en el mismo taburete, refrescándome tras otra tanda de baile, el ceño preocupado a causa de asuntos domésticos que he olvidado ya, sorprendí a mi imagen discordar con mi verdadero rostro, la vi sonreírme desde el espejo. Los nervios, eran sólo los nervios, la emoción, la culpa de vivir por fin en mí, me convencí. Sin embargo, empecé a no tolerarme. Eso que vivía por fin en mí no era del todo yo. Una mañana desperté con un gusto a sal y fierro cuyo origen comprendí cuando vi que en mi regazo yacía, muerto a mordiscos, el cachorrito que Martín me había regalado envuelto en un moño de seda amarilla.
Esta noche fue insoportable. Me levanté porque sentí de que desde el azogue un odio temible me observaba, casi salí sin más abrigo que la fiebre producida por la angustia. Temblando procuré vestirme como siempre, esforzándome por mostrarle a lo que fuera eso que me cercaba, a ese salvaje, que no cambiaría ni un ápice más. En la calle quise purgar la sensación de que el poderoso enemigo me rondaba con un odio incomprensible. El aire carga la voz de ese entrometido, ¡no encuentro paz si añado su presencia a la nuestra! De pronto percibo al que me acecha: me ha seguido hasta aquí, le complace mi sombrero. Un destello revela en mi cabeza sus incisivos filosos, sonriendo porque le agrada mi vestido. No, no es un hombre, es una enemiga. La niebla ¡bendita sea! oculta los aparadores oscurecidos, aún capaces de duplicarme. Es una enemiga, ¡lo siento! Tiene manos dulces y un ligero temblor en los labios, pálida, cabellos finos... "¡Señorita!" gritan desde la niebla, ¡oh, es imposible huir! "¡Ayúdeme, por favor, ayudeme!", grito; viene tras de mí su aliento de manzana y sangre, ¿o está delante mío? "¡Ayuda! ¡Es ella!" y la veo ahí, en el piso, "¿Quien, Señorita? ¡Yo no veo a nadie más que a usted!", y la veo surgir de un extenso charco, poderosa enemiga que tanto tiempo creí cómplice, reflejo maldito que ahora consume mi carne.