Fredric Brown
Se despertó cuando sonó la alarma del reloj, pero se quedó en la cama después de haberla apagado, repasando cuidadosamente los planes para el asesinato que cometería esa noche.
Todos los detalles habían recibido una cuidadosa atención; esto sería el repaso final. Esa noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería un hombre libre, en todos los sentidos. Escogió ese momento de su cuadragésimo cumpleaños, porque era la hora exacta del día, o mejor dicho de la noche, en que nació. Su madre era muy aficionada a la astrología y, por eso, el momento de su nacimiento fue tan cuidadosamente registrado. Personalmente, él no era supersticioso, pero consideró halagador para su sentido del humor que su nueva vida empezara a los cuarenta años de edad, con precisión astrológica.
De todos modos, el tiempo corría. Como abogado especializado en administrar propiedades, pasaba por sus manos mucho dinero y, a veces, también parte se quedaba en ellas. Un año antes había tomado prestados cinco mil dólares y los empleó en un negocio que parecía un medio seguro de duplicar o triplicar la inversión, pero no fue así y perdió el dinero. Tomó prestado más dinero, para jugar, y de un modo o de otro recuperar la primera pérdida. Ahora debía ya más de treinta mil; el fraude apenas podría ocultarse algunos meses y no tenía ninguna esperanza de poder reemplazar el dinero perdido dentro de ese plazo. Se dedicó cuidadosamente a reunir todo el dinero en efectivo que le fue posible sin despertar sospechas, haciendo ajustes parciales en las cuentas encomendadas a su cuidado, y para esa misma tarde la cantidad reunida sería de más de cien mil dólares, suficiente para pasar el resto de su vida.
Nunca lo atraparían. Planeó todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad y todo estaba a punto.
Tuvo que trabajar en ello durante varios meses.
La decisión de matar a su esposa fue un pensamiento secundario. El motivo era simple: la odiaba. Adoptó esa decisión cuando tomó la determinación de no ir nunca a la cárcel, de matarse si alguna vez era apresado. Por consiguiente, dado que moriría de todos modos si lo atrapaban, no tenía nada que perder dejando tras de sí una esposa muerta en vez de una viva.
Difícilmente pudo contener la risa al pensar en lo apropiado que había sido el regalo de cumpleaños que recibió de ella con un día de anticipación: una maleta nueva. También le habló de celebrar el cumpleaños encontrándose los dos en la ciudad, a las siete de la noche, para cenar. Estaba muy lejos de saber cuál sería la continuación de la fiesta. Planeaba llevarla a casa a las ocho cuarenta y seis y satisfacer su sentido del destino quedando viudo en ese preciso momento. Había además una ventaja práctica en asesinarla. Si la dejaba viva, ella se imaginaría lo sucedido y sería la primera en llamar a la policía cuando notase su ausencia por la mañana. Muerta, no encontrarían el cuerpo de inmediato, pues antes pasarían quizá dos o tres días, lo que le permitiría obtener más tiempo.
Las cosas marcharon sobre ruedas en la oficina; para la hora en que fue a encontrarse con su esposa, todo estaba listo. Ella se entretuvo mientras cenaban y tomaban algunas copas, y él empezó a preguntarse si llegarían a casa a las ocho cuarenta y seis. Era ridículo, lo sabía, pero resultaba un hecho de la mayor importancia que el momento de su libertad fuese entonces y no un minuto después. Miró su reloj.
Fallaría por medio minuto si esperaba hasta estar dentro de la casa. La oscuridad del pórtico era perfecta para realizar el crimen. La golpeó violentamente con la culata del arma mientras ella esperaba a que abriera la puerta. La tomó en sus manos antes de que cayera al suelo y se las arregló para sostenerla con un brazo, mientras abría la puerta y entraba.
Entonces accionó el interruptor y la luz amarilla inundó el salón. Antes de que pudieran ver que su esposa estaba muerta y que él la sostenía en pie, todos los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron:
- ¡Sorpresa!