Escuer y Bernal

3 de octubre de 2010

LA LÁMPARA DEL CUERPO

Raúl Motta


Rosalía tiene los ojos cerrados. Parece estar dormida debajo de una pequeña sabana café. Su cabello de muñeca cae sobre su frente en forma de rizos, está atado con un gran moño de seda amarillo. Luce un vestido de fiesta con sus zapatos blancos adornados de flores. La bella Rosalía descansa en su ataúd en una capilla de Sicilia. Murió a los dos años de neumonía. Ella es sin duda su mejor trabajo de conservación, su naturalismo es perturbador. Es una muestra de una belleza apagada que sólo la muerte puede contener.


En un principio creí que el secreto de su fórmula era la araucaria brasileña o la formalina en pequeñas porciones. Pero mis intentos por reproducir la fórmula no produjeron nunca el mismo efecto de conservación. Desde que dejé el colegio médico para convertirme en su aprendiz había visto todos los pasos del proceso de preservación y los conocía de memoria. Me había enseñado los elementos básicos del bálsamo pero sabía que me ocultaba algo, que faltaba algún ingrediente. Alfredo Salafia usaba su sangre en la mezcla. La sangre era el lóbrego secreto de su éxito y de su prestigio como embalsamador.


La noche que lo descubrí lo espiaba por el resquicio de la puerta de su estudio mientras preparaba la fórmula. Mezclaba todos los ingredientes que yo ya conocía en un recipiente alargado de cristal. Estaba seguro que se me revelaría en ese momento el ingrediente faltante. De su bolsillo sacó una navaja, con precisión realizó un corte en su muñeca izquierda dejando caer sobre el recipiente un hilo de sangre carmesí. No pude resistirlo y solté un gemido ahogado. Su mirada torva se dirigió hacia la puerta. En sus ojos no había ninguna luz, ningún espacio en blanco, eran por entero negros. Al sentir aquélla mirada, sin pensar, salí corriendo de la casa aterrado para no volver jamás.