Escuer y Bernal

7 de octubre de 2010

MOHO

Néstor Martínez


“Disculpe, joven ¿me permite sentar?” Aprieto más los ojos a ver si se cansa y se va, pero no, se queda, frente a mí con su mirada de insistencia. ¡Oh! ¿Cómo pude olvidarlo?

Tuve que abrir los ojos y ver al viejo que me rogaba por el asiento. Tenía como ochenta años, jorobado, lento, se tambaleada con cada sacudida del camión, sus manos eran una enorme mancha hepática ¡Carajo! Estaba cansado y no quería levantarme, pero todos los demás pasajeros me veían con recelo. “Sí, claro, siéntese”. Me sonrió

Cuando el viejo se levanto para bajar, se me ocurrió. “Lo ayudo”, “oh, muchas gracias, joven”, “no hay problema “. Durante el trayecto a su casa me contó su vida, infancia, esposas, nietos, hijos, bisnietos. Ahora vivía solo en una casa de una sola planta.

-¿Gusta un café?

-Sí.

Fue a la cocina y salió con dos tazas de café.

-Muchas gracias por haberme acompañado.

-No hay problema.

Desde hace años que no platico con nadie, mis hijos me dejaron y mis nietos me odian.

-Ya lo dijo.

-Oh, qué descuido.

El café sabía a calcetín sucio, me lo terminé de un trago.

-¿Le gustó?

-No.

-¿Disculpe?

-No me gusta su café.

Nunca pudo procesar qué pasó. Lo golpeé con la taza en la sien. Fue tan duro que la sangre brotó de inmediato.

-¿Por qué?

Busqué por la casa y encontré una barra de metal. Llegué a donde estaba, susurraba incoherencias.

Cuando terminé de golpearlo, el cuerpo del viejo ya no tenía forma, era una simple mancha acompañada con pedazos de músculo, huesos. Salí.

Al día siguiente todo era paz en mi cuerpo. Desayuné huevo con jamón, café y pan tostado con mermelada. Al estar bañándome vi una mancha café en mi mano. Me tallé hasta dejarme roja la piel, no se quitó. “Bueno, ya se quitará”.

El día en el trabajo fue como todos, aburrido. Llegué a las once al metro, pagué mi boleto y entré a la estación, estaba casi vacía en su totalidad Fui hasta el último vagón, al llegar el tren no había nadie.

No sé cuántas estaciones habían pasado cuando me tocaron el hombro, era una vieja que pedía limosna.

-¿Me da una moneda, joven?

-No.

-Entonces chinga tu madre.

Metí la mano izquierda a mi mochila, acostumbraba a cargar un bat pequeño por si alguien quería asaltarme. El batazo dio en su cabeza, fue como un huevo al romperse en un sartén. Le pegué a su cabeza hasta que su materia gris salpicó mi chamarra, me limpié la mano y el bat en su ropa, le tiré un peso al cadáver y a la siguiente estación salí.

Yo seguía con mi labor.

Conforme iba matando, mutilando. Mi cuerpo cambiaba. Sin embargo, no le presté importancia hasta la noche de mi último asesinato.

Seguí a un señor de noventa años que pasó junto a mí en la calle, apestaba a meados. Cuando se paró frente a una puerta e intentó abrirla me abalancé con un cuchillo en ristre, hice demasiado ruido y le di tiempo de notar mi presencia y reaccionar. Cuando llegué frente a él alcanzó a esquivar la puñalada y me empujó, caí sobre la banqueta, escuché un fuerte tronido. Él huyó en el alboroto.

Como pude me arrastré hasta mi casa.

Llegué y me metí al baño para darme un regaderazo. Al voltear al espejo, por fin vi quién era yo. Un tipo de setenta años me decía hola.

A la primera mancha le siguieron otras, hasta que mis manos parecían dos enormes lunares cafés. Después mi piel se comenzó a agrietar y mis carnes se pusieron flácidas. Mi abdomen, que en un momento fue plano, ahora era un pellejo que colgaba arriba de otro pellejo inerte.

Revisé cada detalle, mi piel estaba llena de costras, mis dientes eran negros, mi pene apenas una verruga que no reaccionaba a ningún estímulo. En mis tripas cargaba a los viejos muertos.

-¿Me da una moneda, joven?