Paola Jauffred
En aquella, la primera vez que despertó, de entre las muchas veces que despertaría esa mañana, Sara logró deducir que era invierno. El frío la obligaba a meter los brazos de vuelta bajo las cobijas. Su madre, inclinada a su lado y acariciándole los cabellos, le anunciaba que ya eran pasadas las seis. El uniforme de gimnasia estaba planchado y listo, extendido sobre la silla frente al escritorio. Sara entonces afirmó por primera vez en esa mañana, que no quería despertarse, que pasaría el resto del día dormida, y su madre riendo le dio una nalgada. Luego salió de la habitación avisándole que iba a prepararle el desayuno, más le valía estar lista en cinco minutos. Pero antes de que pasaran los cinco minutos Sara ya se había vuelto a dormir.
La impresión de no estar en ningún lugar, de ni siquiera ser ella misma, fue volviéndose cada vez más convincente. El mundo se había desdibujado, deshilvanado, desabrochado. Todo estaba en paz.
Entonces la estremeció el salto de un gato sobre el colchón.
Silencioso el gato caminó con sus cuatro patas, como cuatro picos, por encima del cuerpo de Sara. Ronroneaba buscando un albergue contra el frío prensante de ese amanecer. Sara le permitió entrar bajo las cobijas, pensó que era Micha, que su madre la habría dejado entrar para que la despertara. Pero el gato también quería dormir. Fue bordeando el cuerpo de Sara, reconociéndola toda, hasta que por fin se acomodó junto a su vientre.
La campanita en su collar estaba helada. Palpándola, palpando las orejas y la forma en general del gato, Sara comprendió que no era Micha. ¿Qué gato era ese? Tuvo que hacer un esfuerzo, recordar a todos sus gatos, para ubicar a este específico felino de orejas pequeñas y cuello ancho.
Finalmente reconoció a Musi. Musi el de blancas patas. Supo entonces que no era del frío de lo que estaba huyendo, si no de la enfermera. Porque todos en esa casa, los canarios, Musi y Sara misma, compartían esa mezcla de repulsión y miedo hacia la enfermera. No tardaría en llegar. El chirrido blanco de sus zapatos se escucharía acercándose por el pasillo. Aún así, perturbada y todo, Sara se las arregló para continuar dormida.
Poco después la voz de la enfermera resonó con un optimista "Buenos días". ¡Ya estaba ahí, en la habitación, descorriendo las cortinas! Musi se tensó bajo las cobijas.
"Arriba, arriba, el desayuno ya está listo". Sara entonces, por segunda ocasión, dijo sin molestarse en abrir los ojos, que no quería despertarse, que quería pasar el día dormida. “Pero cómo señora ¿y si vienen sus nietos?".
Sara no respondió. Cada día era lo mismo, levantarse por si acaso venían sus nietos, pero sus nietos no venían y ella en cambio tenía que soportar la mañana y la tarde en compañía de la enfermera. Dio por terminada la conversación, le pidió con voz cortante que hiciera el favor de cerrar las cortinas y de paso la puerta en su camino de salida. La enfermera, aparentemente mansa, obedeció. Pero Sara sabía, porque esa no era una escena nueva, que correría al teléfono más cercano para acusarla con su hija. Ambas, su propia hija y la mujer esa que había contratado para cuidarla, consideraban que forzarla a aguantar otro día de vejez y televisión, era lo más saludable.
Hizo un cálculo rápido, le quedaban por lo menos, unos cuarenta minutos de sueño, el tiempo de la distancia entre la casa de su hija y la suya. Así que volvió a dormirse y Musi con ella.
El sonido de la puerta abriéndose llegó como desde muy lejos. Ya los pasos de su hija se acercaban a la cama. Sara sintió su manita fría acariciándole el rostro, y aún estando dormida pudo sonreír. “Mami” dijo la niña “¿no me vas a llevar a la escuela?” La sonrisa de Sara desapareció. "Hoy no me voy a despertar" dijo sin mayores explicaciones. Había fantaseado con hacer esto durante mucho tiempo, y ahora sucedía espontáneamente. Era justo, después de tantas mañanas de levantarse todavía a oscuras para preparar el uniforme, hacer el desayuno y luego manejar hasta la escuela. De cualquier forma ya debía ser tardísimo y no la dejarían entrar.
“¿Estas enferma mami?", comenzó a llorar la niña. Sara no contestó, giró sobre la cama y se cubrió con las cobijas hasta las orejas. Fue Musi quien respondió. Salió de entre las sábanas transformado en Mangus, la de largos bigotes, y maulló. "Hola Mangus" dijo la niña entre sollozos, Mangus volvió a maullar. Quizá aquel diálogo llegó a prolongarse, Sara ya no lo supo, porque de nuevo quedó arrancada de sus circunstancias, convertida en nadie presente en ningún lugar.
Hubo silencio.
Luego un nuevo salto de gato sobre su cama.
Esta vez era se trataba de un gato grande, demasiado grande, gigantesco. A cada paso la aplastaba con sus patazas. Parsimonioso el felino se reclinó sobre ella y su pelaje comenzó a asfixiarla. Sara se retorció, luchó por quitárselo de encima, por recuperar el aliento. Con todo el animal permanecía inmutable. En medio del forcejeo logró gritar, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, hasta que unos pasos apurados aparecieron en la recámara.
"¡Fuera de ahí bicho!" gritó una voz femenina, el peso desapareció. Sara pudo respirar. Una mano grande le acercó un chupón y Sara lo succionó con avidez, hasta que la impresión pasó. Sintió que la levantaban, que la llevaban por distintas habitaciones. Reconoció el olor de su padre (tabaco con vainilla), la llevaba en brazos. “Se llama Sara”, le dijo a alguien más, "Despierta Sara, deja que vean tus ojos", pero ella lo ignoró. La acunaba torpemente, agitándola con brusquedad. Casi estuvo agradecida cuando finalmente la depositó en una cama de sábanas ásperas. Su padre continuó hablando con la otra persona mientras la cama comenzó a moverse.
Hubo puertas que se abrieron a su paso, recorría una habitación tras otra, como si fuera un largo paseo. Luego de improviso la camilla se detuvo. Su hija estaba ahí, hablándole al oído. “Mamá” decía, “despierta, te van a poner los santos óleos”. Ya molesta, Sara repitió por tercera vez que no despertaría. Extrañamente nadie la interpeló.
Todos se habían ido, quizá esta vez la dejarían al fin en paz.
Otro gato saltó sobre su cama y se acomodó junto a sus piernas. Luego otro, Musi de nuevo, se metió bajo las cobijas. Mangus llegó y se recostó sobre su cadera. Y Juana y Benito y Toña compartieron el espació que quedaba libre en su almohada. Por ultimo el salto de Micha que se hizo ovillo pegada a su espalda. Entonces y solamente entonces Sara pudo dormir ya sin interrupciones.