Escuer y Bernal

30 de agosto de 2010

LA HOJA EN BLANCO

Adriana Reid


Miró con temor la página en blanco sin sospechar que era la página quien lo miraba. Se burlaba de él sabiendo que, aún cuando fuera capaz de vencer esas primeras letras, esas palabras y líneas iniciales, lo esperaban todavía cientos y cientos de otras como ella, igualitas, cándidas, blancas. Él escribía pero la página en blanco lo obligaba a borrar. A mantenerla pura, inmaculada. El escritor desesperaba en el intento de comenzar sólo para volver a borrar. Desesperado clavó su pluma fuente en la yugular. Su obra maestra. Su obra póstuma escrita con sangre. Una elegía. Su epitafio.

27 de agosto de 2010

18 de agosto de 2010

ASESINO AMENAZADO

Arturo Villalobos

A René Magritte

Una vez finalizado su privado festín de carne, el asesino escucha “Gnossienne No. 1” de Erik Satie. Todo alrededor se desvanece y la música lo sumerge en sus corrientes invisibles, mientras una gota de sangre comienza a resbalar del cuerpo de la mujer en la mesa de disección, una gota roja deslizándose hacia un vértice de la mesa, como si un pincel trazara una línea roja sobre la superficie ligeramente humedecida por el sudor frío del cadáver, un pincel delicado e invisible como la música que el asesino escucha.

Tres caballeros de bombín le observan, parapetados detrás de la ventana, con una envidia callada y rabiosa. ¡Que él –abominación sobre la tierra- haya logrado seducirla! ¡Que él –habrá que mesarse los cabellos– la haya gozado para después matarla en un éxtasis abyecto! ¡Qué él –maldito sea su nombre desde siempre– se haya derramado sobre el manjar de su carne y no cualquiera de ellos! Pero aguardan el momento en que su venganza no escamoteará los refinamientos de una tortura pausada, una orgía de nervios crujiendo entre gritos bajo una bombilla de luz deteriorándose a través de la noche.

La trayectoria de la gota púrpura está a punto de llegar al vértice que apunta a la ventana.

El asesino a sueldo también aguarda, mazo en mano, para castigar a ese esteta que le robó su recompensa de sicario, el pan de semanas, el prestigio de matarife invicto. El guardián de la Ley prepara su red de gladiador furtivo, impaciente por cobrar una victoria que le otorgará un peldaño más en su carrera como defensor de una justicia obediente a sus designios de jurisprudente.

La gota se tensa hacia el suelo, se estira un momento, negándose al desprendimiento, e inicia su caída.

En un acorde tembloroso de Satie, todos los acechantes han contenido el aliento.

Al escuchar el impacto de la gota en el suelo, el asesino despierta de ese lento acorde como si emergiera de una telaraña. De repente no sabe qué está haciendo allí. No ha salido del trance todavía. Luego recuerda. Vuelve al cuerpo en la mesa, a la noche, a su propio cuerpo. Aguza el oído y se da cuenta de que no está solo. Se lamenta con furia, aunque no haya tiempo para lamentaciones, por tener que acabar con más vidas, aunque ahora sólo sea para escapar.

Apaga el gramófono y enciende un cigarrillo mientras todos sus sentidos se tensan al máximo como las cuerdas de un violín preparándose para un concierto a media luz de la luna.

13 de agosto de 2010

EL ENEMIGO

Gabriela Damián Miravete


Camino por la calle húmeda, escurridiza como un reptil bajo mis plantas, después de abrir los ojos a mitad de la madrugada pensando en el enemigo. Porque ¡ah, sí! Hasta la más insignificante de las ociosas como yo no quedan a salvo de la deliciosa intriga de poseer un enemigo. "¡Señorita! ¡Tenga cuidado! ¿Ningún caballero ha podido acompañarla a estas horas?", chilla una sombra mientras doy pasos sin rumbo. Mi enemigo no es un fisgón como éste. No creo que le halle en la penumbra de las esquinas: ni asaltador ni robachicos. Salí de casa porque sentí que estaba ahí, en mi habitación, acechándome tras las cortinas o las puertas del armario, cuyos espejos cada vez me llenan más de espanto. Nada fue igual luego del baile, cuando yo miraba complacida mi reflejo en el tocador, coloreándome las mejillas antes de volver a aquel salón donde la música atronaba, sentada cerca de esa mujer que miraba también mi reflejo y que invadiéndolo, hablándome a mí y no a la del espejo, susurró con apuro "no tengas amistad con quien tenga poderosos enemigos", su sonrisa siniestra y la falda bisbiseante saliendo con sigilo de esa cámara de sillones rojos, aterciopelados. "¿Martín tendrá enemigos?" pensé entonces, pero pronto descubrí que era no era más que un pretendiente mediocre, demasiado simple para provocar asombro, o envidia. De ahí en adelante me sentí observada, ajena, buscando afrentas por todas partes; mientras en el espejo veía mi belleza crecer, a pesar de estar más pálida o enjuta, marcada con un temblor en los labios y sin embargo, de alguna forma transformada por cierta soberbia insólita en mí... comencé a sentirme, sí, poderosa. ¿A causa de qué? ¿Cuál era ese poder? Vanidosa e impúdica, me dediqué sólo al disfrute de tan nueva sensación hasta que tal magnanimidad me resultó perversa: sentada en el mismo taburete, refrescándome tras otra tanda de baile, el ceño preocupado a causa de asuntos domésticos que he olvidado ya, sorprendí a mi imagen discordar con mi verdadero rostro, la vi sonreírme desde el espejo. Los nervios, eran sólo los nervios, la emoción, la culpa de vivir por fin en mí, me convencí. Sin embargo, empecé a no tolerarme. Eso que vivía por fin en mí no era del todo yo. Una mañana desperté con un gusto a sal y fierro cuyo origen comprendí cuando vi que en mi regazo yacía, muerto a mordiscos, el cachorrito que Martín me había regalado envuelto en un moño de seda amarilla.


Esta noche fue insoportable. Me levanté porque sentí de que desde el azogue un odio temible me observaba, casi salí sin más abrigo que la fiebre producida por la angustia. Temblando procuré vestirme como siempre, esforzándome por mostrarle a lo que fuera eso que me cercaba, a ese salvaje, que no cambiaría ni un ápice más. En la calle quise purgar la sensación de que el poderoso enemigo me rondaba con un odio incomprensible. El aire carga la voz de ese entrometido, ¡no encuentro paz si añado su presencia a la nuestra! De pronto percibo al que me acecha: me ha seguido hasta aquí, le complace mi sombrero. Un destello revela en mi cabeza sus incisivos filosos, sonriendo porque le agrada mi vestido. No, no es un hombre, es una enemiga. La niebla ¡bendita sea! oculta los aparadores oscurecidos, aún capaces de duplicarme. Es una enemiga, ¡lo siento! Tiene manos dulces y un ligero temblor en los labios, pálida, cabellos finos... "¡Señorita!" gritan desde la niebla, ¡oh, es imposible huir! "¡Ayúdeme, por favor, ayudeme!", grito; viene tras de mí su aliento de manzana y sangre, ¿o está delante mío? "¡Ayuda! ¡Es ella!" y la veo ahí, en el piso, "¿Quien, Señorita? ¡Yo no veo a nadie más que a usted!", y la veo surgir de un extenso charco, poderosa enemiga que tanto tiempo creí cómplice, reflejo maldito que ahora consume mi carne.

10 de agosto de 2010

COMBO

EL ORIGEN

María Elena Martínez Cano

Sólo y con frío, el engendro chilló y sus gritos movieron la materia, se crearon mundos, se disgregó lo oscuro de lo luminoso, hubo tiempo y orden, aparecieron seres… Cansado y hambriento, el engendro murió al dar su séptimo grito.

7 de agosto de 2010

LUZ EMERGENTE

Paola Jauffred


Las flores del tapiz de la cocina están desteñidas, como dispuestas a la extinción. Remedios las mira y da otro sorbo a su taza de té. Entonces parpadea la luz de neón en el techo y por fin deja de zumbar. Desaparece la mesa del desayunador, la taza de té, las paredes, y al final desaparecen las manos de Remedios. Ella se inquieta, espera visitas. Por eso se había arreglado, por eso había ido a comprar pan dulce y había limpiado la casa. Siente vergüenza de que la encuentran así, a solas y a oscuras. Tanta, que se incorpora para buscar una vela.


Cuenta sus pasos. La alacena debe quedar a unos cinco. Pero rebasa los seis, pasa por los dieciocho y ya para los veintitrés pasos contados, sin encontrar nada adelante, comienza a sentir miedo. Su desayunador es cada vez más grande y sigue avanzando sin topar con nada. Es, piensa, como si estuviese caminando en algún punto del espacio más allá de las estrellas. Su única referencia es su propio movimiento. Estoy muerta, acaba por concluir y se deja caer con la respiración entrecortada. Estoy muerta, se repite, ahora llorando y escucha el llanto de una niña. Guarda silencio, el llanto se detiene. Vuelve a llorar y descubre que el llanto infantil proviene de ella misma.


-Calla que nos encuentran -la interrumpe la voz de otra niña.


-¿Quién eres? -pregunta Remedios con su voz de niña y busca a tientas.


-Tu hermana , ¿quién voy a ser? -responde la otra-, silencio que viene Rodrigo.


Pero es demasiado tarde. Rodrigo grita desde algún sitio cercano que ya las ha visto escondidas en la cocina. Luis enciende una luz. Están los cuatro juntos en la vieja casa de Madrid que todavía huele a los guisos de medio día. Remedios contempla azorada a su hermana mayor.


-Pero qué ¿no te habías muerto? -pregunta sin miramientos. Rodrigo y Luis ríen pero a su hermana no le cae en gracia la pregunta.


-Hagámoslo otra vez, pero yo no cuido a Remedios -desvía el tema.


-Otra vez, otra vez -corea Luis.


-¿Y quién cuida a Remedios ? -dice Rodrigo


-Esta bien -apechuga su hermana, y la toma de la mano.


-Ya no lloro, te lo prometo.


-¿Listos? -pregunta Luis y apaga la luz.


La mano de su hermana, calientita, con las uñas cortitas, la guía hasta abajo de una mesa.


-No hagas ruido ¿eh? -y se acomoda muy cerca de ella. Ambas respiran agitadas por la carrera.


-Voy a buscarlas -anuncia Rodrigo.


Remedios procura respirar más silenciosamente. Los pasos de Rodrigo se alejan y su hermana le aprieta la mano emocionada.


-Shhh, todavía nos puede descubrir -susurra soltándola. Remedios, sin ver nada, sin escuchar nada, no hace ningún ruido. Pasa un rato y de nuevo siente miedo, pero ha prometido no llorar. Busca la mano de su hermana. No está, tampoco la mesa bajo la que se habían escondido.


-¿Dónde están? -grita alarmada- Oigan yo ya no juego, ¿dónde están?


Corre en la oscuridad. Cuenta sus pasos y pierde la cuenta. Allá ve una lucecita. Es Luis, piensa, me están jugando una broma. Y se apura a llegar hasta donde la lámpara. Su flama parpadea y apenas ilumina a la joven que la porta. Viene descalza y sale de la oscuridad como desgarrando un muro grueso.


-¿Otra vez te has extraviado Remedios? -dice y la toma de la mano, igual que su hermana lo había hecho hacia unos momentos. Juntas caminan ya sin contar pasos hasta una pared.


-Ahí estas -dice señalando adelante. Remedios se asoma. La luz emergente ilumina su rostro adulto. Está sentada, inmóvil, con una taza de té en las manos. El foco de neón parpadea y de nuevo su zumbido se extiende por toda la cocina. El té esta caliente y las flores del tapiz siguen desteñidas, como esperando la extinción. En cualquier momento llegarán las visitas.

4 de agosto de 2010

EL ESPANTAPÁJAROS

Óscar Alejandro Luviano


Cuando los espantapájaros crecen, y pasan de ahuyentar gorriones a matar buitres del susto, se les caen los dientes, que son recogidos por grandes camiones y comercializados como copos de avena, idénticos a esos que te estás comiendo, en este momento, en un platote con leche, mientras lees esta historia impresa en el reverso de la caja del cereal. No sientas pena por los espantapájaros chimuelos: al poco tiempo, les brotan nuevos dientes de maíz, dorados como el oro, resistentes, que también se les caen, y son recogidos por grandes camiones, para ser comercializados como hojuelas de maíz. Pasados unos meses, al espantapájaros le brotan dientes blancos blancos, dientes auténticos. Entonces el espantapájaros puede bostezar y caminar por sí mismo, cosas que hace sin demora. Abandona su estaca en medio del campo, y va a todas partes pegando de gritos y con las manos en alto. Lo hace por el vértigo que le produce el movimiento. Si hubieras vivido por años colgado de una estaca, incluso la más leve brisa te haría sentir como si fueras en el primer coche de la montaña rusa. Cuando su esqueleto de madera se ha convertido en un esqueleto de verdad, sus pelos de paja se convierten en cabellos de verdad, y su cara se pone rosada y redonda como la del niño de verdad que lee este cuento mientras una niña desde el otro lado de la mesa le observa furibunda, enojada porque no le has prestado la caja del cereal para leer este cuento. Ten cuidado: suele pasar que el niño (o sea tú) al llegar a este punto de la historia recuerda su pasado olvidado, cuando colgaba de una estaca por encima de un trigal, bajo el sol o la lluvia, con un esqueleto de madera, y grita: ¡NO PIENSO VOLVER A ESE MALDITO TRIGAL!, mostrando todos sus dientes de maíz, y arruinando el desayuno de todos. La niña, entonces, sonríe malvadamente, y aprovecha el pánico para tomar la caja para leer este cuento, que ahora empieza así: "Cuando las espantapájaras crecen..."