Cecilia Eudave
Se descubrió al sospechoso vendiendo su mano entre la plaza Tapatía y la Calzada. Como nadie la quería completa tuvo a bien fraccionar la mercancía y logró, según nuestros informantes, vender índice, pulgar y meñique; el resto pudo recuperarse como bofe para gato que una anciana media miope compró por hueso.
A los pocos días, y después de rematar las piernas a un corredor de bolsa, se le aprehendió por tratar de estafar a un astronauta queriéndole vender su brazo (el que aún poseía mano) como brazo estándar. No pudimos acusarlo en ese momento de competencia ilegal con nuestros proveedores de material humano, porque el astronauta resultó ser hijo de un funcionario influyente. Y una vez más salió en su silla de ruedas a trocarse por dinero.
Una dentista, con la cual el mutilado tuvo relaciones amatorias durante su etapa de genitales —ya los había vendido—, le sacó los dientes rematándolos por docena; también colocó un riñón y un pulmón entre los asociados de un hospital de perdidos. Los ojos, de color nochebuena, fueron adquiridos por un coleccionista de los Estados Incluidos Acá en Este Lado del Mundo, para disecarlos y que su esposa los usara como aretes.
Casi no quedaba cuerpo del delito y no podíamos dar con él como culpable, hasta que le dio un ataque de rematamiento a cualquier precio: «Escoja lo que le guste, llévelo hoy, págueselo a mi mujer o a mis hijos mañana». Ahí ya no tuvo escapatoria, le caímos infraganti y nos lo confiscamos todo, que bueno ya se andaba medio pudriendo.
Fue entonces que llegaron las ambulancias, las averiguaciones, los acontecimientos encontrados, las comadres, los adictos al mercado negro, los cobradores, los ajustadores, un cocodrilo astral, los de la comisión de electricidad, los parientes, los duelistas, los acongojados, los pepenadores de piernas, el comandante Oseo (que pasaba en taxi), los insurrectos, un chófer de camión (por si había que rematar a alguno), los caballeros de mechones sucios retirados de combate, un plaga de pie, el mismísimo laberinto en persona, las parcas por supuesto, un helicóptero, un pintor sin habitación, una sala mordelona, un Juan Diego encadenado, una mente extraviada, una fumigada en recuperación, y tus ojos revueltos con los míos en una tarde donde el «dispara, Tario» no se oyó. Mercedes también acudió a la cita entre el tumulto de personas que miraban cómo confiscábamos al delincuente, y al verlo, ella comprendió abatida que no era el Caballero Arena.
Ese mutilado no tenía vergüenza. Ya rumbo a la cárcel, se atrevió a venderle el hígado a mi compañero, que por poco estuvo tentado de comprárselo. Se le juzgó, se le condenó y se le confiscó lo restante, pasando a posesión del Gobierno, quien acabó por fraccionarlo y vender, para su causa, los oídos, intestinos y el páncreas, entre los otros restos. El corazón se le restituyó a su mujer como herencia, y si mal no recuerdo, le ofrecí una pequeña suma por el mismo; el mío ya no camina como antes.