Judith Segura
En este pinche súper sólo hay cucarachas, vociferó mi madre, no una vez sino muchas, y quise callarla, le tapé la boca, se tambaleó, me empujó, me dijo puta, volvió a gritar que en ese pinche lugar sólo había cucarachas y sólo cucarachas y yo le tapé la boca.
Aún la veo con su bata de terciopelo sucio, sus chanclas y las calcetas de lana, el pelo rubio oxigenado, tambaleándose por la tienda, buscando una caja de benzedrina.
Le supliqué llorando que no gritara más.
Me hinqué.
Piensa que Dios bajará a castigarnos.
No bajó Dios.
Tenía nueve años y mi madre me pidió que la acompañara al súper. Una tienda del ISSSTE, con luz blanca mortecina, sólo se vendían miserias, víveres pasados: medicinas, azúcar, leche en polvo, desodorante y carne vieja.
No sé si yo estaba también algo ebria o si el recuerdo es tan vago que lo veo apenas, como un recuerdo de borrachera.
Mi mamá me veía hincada. Levantaba las cejas, se tambaleaba, escupía hacia un lado. De verdad hay cucarachas, me dijo, y al tiempo puso una enorme y brillante cucaracha, del tamaño de un zapato, frente a mi cara. La sostenía de una antena. La cucaracha vivía atroz, desvencijada, medio aplastada, con granos de azúcar entre las patas y dentro de las fauces babosas. Movía sus patas infinitas, lubricadas, debajo de un caparazón rojo, mostrando un sinfín de mecanismos y vísceras al descubierto.
Mi madre, como nunca, comenzó a reír, desatada en su borrachera. La luz blanca le resaltaba los rasgos decrépitos. Aventó al insecto, pero ese caparazón rojo y brillante se quedó ahí, mirándonos en nuestra locura, sin deseos de huir.
Me levanté del piso. Mi madre me compró un pan. Ella se compró unas papas y se las fue comiendo en el camino a la casa. Una noche sin luna, sin estrellas, autos veloces en esa avenida. Mucho frío. Olvidó su benzedrina. Más tarde vimos una película, las luces todas apagadas, sin dirigirnos la palabra, como siempre.