Maya Jurado
Ella lo sabía, pero nadie le hacía caso. Después de las nueve, cuando papá apagaba la noche misma, Alicia podía sentir como ese algo viscoso y putrefacto nadaba por sus venas y su cerebro, comiéndose uno a uno los peces dorados que se encontraba en su cabeza. Alicia se golpeaba tratando de sacarlo, cortaba sus venas cazando algún tentáculo, subía por la noche a la azotea o se paraba de puntitas en el andén del metro amenazándolo de saltar si es que no salía de su cuerpo.
“Ya pasará” decía la familia. “Las medicinas están funcionando” decía el doctor o quién fingía serlo, con su bata blanca tan almidonada y sus zapatos perfectamente pulidos en negro. La venoclisis comenzaba por su cabeza, un pinchazo -¿puedes decirme dónde te duele?- y el pequeño, pequeñísimo taladro penetraba en su cráneo, dónde insertaban la aguja. No, no hay dolor, no puede explicarlo. Una finísima aguja va penetrando es su cerebro, una zona por sesión. Ya han buscado en la zona de las emociones y han encontrado un corazón roto con besos que se han ido y ese tacto que tantas veces la había tocado, y ahora temía la despreciara al saberla loca. Ya han buscado en la zona de los miedos y han encontrado un terror paralizante, un miedo atroz a la vida, un terror punzante a la muerte, solo quiere un rincón seguro donde esconderse con Adriana y mecerse, mecerse hasta que todo se haya ido.
“Tiene fiebre” informa la enfermera, pero Alicia ya lo sabe desde que vio la sonrisa del gato. ¡Vamos a jugar una partida de ajedrez!” pide el felino “Puedes llevar a tu muñeca si prometes que no hará trampa”, pero ya el doctor ha anunciado que hoy buscarán en la zona de sus recuerdos, y antes de poder despedirse ve por el rabillo del ojo a alguien que podría ser su madre, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar, y alguien que podría ser su padre, a kilómetros de distancia de su madre, de sus facultades, de su comprensión, de su corazón.
Un recuerdo sube a su mente y es aquel del gran árbol que su padre trepó para regresarle el globo que había escapado. Otro recuerdo emerge y es ella y su mamá metidas en sendas cajas de cartón jugando a los piratas. Uno más viene llegando a la superficie y algo no está bien, algo llora y grita y lo empuja y sale corriendo del auto, asustada por las manos que la despiertan tocando, mancillando, metiéndose en lugares secretos, asqueada, enojada, odiando.
Quiero parar, le dice al doctor, y el responde excitado, que está es la parte más emocionante. Han encontrado odio, odio puro y lo tratan como diamante en bruto. Otra aguja y extraen dos, tres, cuatro frascos de bilis negra. ¡Quiero parar! Pide al doctor y el responde “Cariño, te curaremos”. Su madre haciendo con ella galletas de navidad. El primer beso en aquella esquina. La cereza robada. La primera noche entre sus brazos, el primer sueño de un niño con su nombre. Vamos, faltan pocos tubos. El primer cuento escrito ¡Oro! Grita el médico, y traen más y más botellas. La primera noche durmiendo sola en un nuevo cuarto, el ropero donde la abuela la encerraba a rezar, aquel viaje realizado donde cada noche solo quería regresar, ese terror impotente de cada mañana antes de ir a la escuela primaria, frascos, frascos, ¡Más frascos! Las navidades en familia, los besos en la mejilla dados al llegar a las tías que odian su pelo y sus gafas y su rostro y su nariz tan parecida a la de papá, los golpes contenidos y la furia al patear las paredes. El primer libros leído por ella misma, los cuentos emocionantes al llegar la noche, el primer sueldo y llegar de la librería con los brazos llenos de libros, el polvo y la humedad, las ojeras por pasar la noche en vela bajo las sábanas, leyendo. ¡Enfermera, etiquételos y traigan más!. El primer roce de sus cuerpos. El dolor de la penetración. La indiferencia ante el sudor del otro, ante el primer empuje del miembro, ante la humedad y los olores. Ya falta poco, pequeña, ya falta poco. El mundo fantástico de naves y viajeros, el refugio en la imaginación no violada, no tocada jamás por mano humana. La primera mamada al pezón materno, el primer arrullo por la noche antes de dormir. La música jazz, el retrato de aquel pequeño maltés blanco. El sabor del primer cigarro, del té negro, de la sal. La suavidad de su cabello. El reflejo del sol despertando es sus ojos. El calor del fuego quemando sus manos. El último “Te amo”…
Terminamos. Teníamos todo lo que necesitábamos. Ahora lleven a la criatura a descansar.
En una camilla, la transportaron sin necesidad de amarres. El tratamiento había sido un éxito: Habían desaparecido la violencia y los arranques, las ganas de morir y no tendrían que cuidarla más de que se cortara las venas. Alicia sonreía, podrían sentarla en el salón, con un lindo vestido y un listón en el pelo, y se vería muy bonita. Era la moda, lo que casi todos los padres de adolescentes hacían. Eran felices, inmensamente felices. Los padres y los niños: Una cura que todo médico en sus cabales recomendaba. De vez en cuando derramaban alguna lágrima, pero el doctor explicaba que era un reflejo natural del cuerpo, tras años de haberlo aprendido. Cuando las enfermeras la tuvieron lista, la llevaron en silla de ruedas al coche de papá. Su madre iba atrás con ella, cepillándole el pelo, arreglando su vestido. Era la mejor vida que podría darle.
Papá salió un momento del coche. Y por última vez, Alicia volteo a ver a su madre.
-Alguien se ha comido a todos mis pececitos
Y nunca volvió a decir nada más.