Ricardo Bernal
(1)
El universo primigenio camina torpemente por la superficie plana del cristal, sin saber que es observado por un enorme ojo, perteneciente a otro universo mayor, más denso y de una complejidad directamente proporcional a su vejez. El universo, medio dormido aún, imagina las formas que tendrá el fruto de su vientre y las leyes inmutables que regirán ese fruto: los agujeros negros podrán ser de otros colores, sólo un adán-eva por cada cien mil millones de galaxias; no más dragones, pues se extinguen; la vida tendrá que obedecer a coordenadas poco geométricas y los espejos estarán estrictamente prohibidos. El universo se retuerce, torpe. Sigue avanzando como un caracol que deja su estela de sal a la lentísima velocidad de la luz; come poco pues no quiere engordar en el trayecto… Cada cuatro ciclos es lo mismo: un nuevo universo rompe el cascarón de su huevo cósmico, se arrastra, balbucea palabras líquidas en lenguajes recién inventados y, finalmente, llega al borde del cristal para explotar en un festín de pintura verde, galaxias y esquirlas. ¡Buuuuummmmm! Como un eco inmediato, todos en el laboratorio estallan en una carcajada feroz. Aturdido, me retiro del microscopio y los miro con restos de pintura verde en mi cara y una esquirla en forma de estrella clavada en el borde de la ceja. La carcajada se convierte en catarata, en un redondo mar que rompe sus propios límites. Corro a buscar un espejo, pero descubro que los espejos no existen. Afuera, en la calle nocturna, un pequeño dragón es atropellado por una patrulla.
(2)
La muñeca abre los ojos: aunque no dormía del todo, un crujido exterior le erizó la piel y le agudizó el sentido del tiempo. Tic tac tic tac tic tac, dice el reloj invisible de su pulso. La muñeca mueve sus manitas azules y saca la lengua: en los pequeños colmillos aún siente el sabor de la sangre extraída a su muñeca madre, la eterna muerta. El miedo es amo y señor. Es posible que en algún remoto lugar existan aún la luz, el polen, amarillas flores rojas, y dulces amaneceres atiborrados de hadas, princesitas, castillos encantados y arroyos cantarines. Aquí no. La muñeca trata de estirar los bracitos pero un par de paredes glaciales se lo impiden. La oscuridad irradia tintes verdes y violetas. Ningún vampiro afuera: vampiros, zombis y hombres lobo fueron prohibidos por la Santísima Inquisición. Pero la muñeca sabe que su ataúd es irrompible y nadie podrá descubrirla jamás. ¿Qué habrá sido de los otros? Su último recuerdo es la imagen de un ángel metálico decapitando a la última de sus hermanas. La muñeca rasca un poco de polvo, resina y astillas del cercano techo, hace una pildorita pegajosa que se lleva a la boca. Mastica, bosteza, mastica. Junto a sus pies siente el áspero rumor de Lolita, una crisálida que, ovillada y congelada en el tiempo, le lleva un millón de sueños de ventaja. La muñeca mastica, bosteza, mastica, se queda quieta y vuelve a cerrar los ojos vencida por el silencio: de inmediato, en el lúgubre escenario de su sueño, aparece un pasillo largo, angosto, interminable y repleto de puertas clavadas y toscas. Después de mucho andar, la muñeca encuentra una puerta abierta que da a un laboratorio de cristal donde cuatro hombres idénticos, vestidos completamente de blanco, se burlan de otro más pequeño quien, desesperado, busca algo en las paredes mientras trata de remover con las manos la mancha verde que le pinta la cara como una máscara extraterrestre.
(3)
Los extraterrestres fueron exterminados, pero no los vampiros, dice el monigote B al monigote A en el cómic que lee el pequeño dragón. De la cabeza del monigote A, brotan un par de signos de admiración semejantes a antenas de marciano. Varios saturnos de diferentes tamaños se desdibujan en el horizonte de la página, una de las últimas… El monigote A y el monigote B caminan lentamente entre sombreros, escombros y vigas retorcidas; a prudente distancia, un R2D2 de pilas los sigue. El pequeño dragón alza la cabeza, mira hacia ambos lados y vuelve a su cómic: los monigotes dan con un cráter humeante de donde sobresale algo parecido a una pequeña pirámide. Tal vez es lo que buscamos, dice el monigote B mientras el monigote A le pasa una pala. El pequeño dragón da vuelta a la hoja: a página entera, en una toma cenital, los monigotes A y B, dibujados con un solo trazo, tratan de abrir el resplandeciente ataúd donde intuyen que yace el último vampiro vivo en la historia del mundo: la diminuta muñeca que sabe el secreto de la vida eterna. El monigote A sostiene el cincel, el monigote B, el martillo… Después de infructuosos esfuerzos por abrir el ataúd de plutonio, ambos monigotes exclaman a la vez: ¡Uffff, es imposible! En la parte inferior derecha de la página se lee: to be continued. El dragón cierra el cómic de un zarpazo y lo esconde en su libro de aritmética, no vaya a ser que la profesora dragona lo descubra. Todo el mundo sabe que la escuela de dragones abre sólo por las noches.
(4)
Mientras comen donas y esperan en los percudidos asientos de la patrulla estacionada, Miguel de Cervantes y William Shakespeare leen, cada uno, su propio ejemplar de la última novela de Stephen King. Por más que quieran distraerse, están de muy mal humor: su tirano en jefe los hizo doblar turno, y para colmo, el calor de las últimas semanas hace que el nivel de violencia de los ciudadanos se triplique. Ayer: cuatro balaceados, tres apuñalados, dos decapitados y un descuartizado. Si por lo menos todo hubiera ocurrido en la misma zona. Pero no. Como si chacales y víctimas se pusieran de acuerdo para hacer que la destartalada patrulla tenga que recorrer toda la ciudad de arriba a abajo, cual si fuera un ratón loco en un interminable laberinto de rieles y endecasílabos. La noche apenas empieza y la gigantesca luna llena, coagulada en el centro del cielo, es una garantía de futuro sudor, sangre y adrenalina. Se enciende un foquito amarillo, suena el trrrrr-tr-trrrrr del radio transmisor y la voz agudísima que dice: atención cuatro nueve, atención: un siete dos en la ocho veinte de Eje Siete y Calle Veinticinco, cuatro nueve, cuatro nueve, seis al trece… Catorce, dice Miguel de Cervantes, arroja su dona mordisqueada por la ventanilla y arranca a todo motor, mientras William Shakespeare enciende la ensordecedora sirena y revisa el cargador de su metralleta: métele pata, le dice a su compañero. Ni siquiera un dragón raybradburiano podrá detenernos, contesta críptico Miguel de Cervantes.
(5)
“Según Jung, los dragones son una proyección arquetípica, y aunque aparecen en casi todas las mitologías, es muy poco probable que…” Dios cierra el libro, bosteza, y antes de levantarse de la poltrona, busca con sus pies las milenarias pantuflas nuevas. Ya calzado, Dios se dirige a la cocina donde la marmita del café chilla desde hace varios cientos de miles de millones de años (siete minutos, según el reloj de Dios). Después de servirse el café y agregarle cien mil cucharadas de azúcar, Dios regresa a la poltrona, hace aparecer un control remoto en su mano derecha y enciende el televisor: en la pantalla, la profesora dragona rompe en cuatro un cómic multicolor, ante la mirada asustada y casi lloriqueante del pequeño dragón. Close up a los ojos arrugados y enfurecidos de la profesora dragona, de fondo: risas ambientales poco convincentes. El pequeño dragón sale saltando del salón de clase y en la escena siguiente lo vemos correr por la calle hasta ser atropellado por una patrulla surgida de quién sabe dónde. Dios estalla en una carcajada feroz mientras que en el borde de su taza de café nacen nuevos universos… Suena el timbre. Dios apaga el televisor y se levanta a abrir: un empleado postal le entrega un paquete y lo hace firmar un papel. Dios lleva el paquete a su escritorio. Al desenvolverlo, descubre fascinado el microscopio que había encargado hace cien mil billones de millones de trillones de años. Ya se me había olvidado, dice.
(6)
Dios mira por el microscopio. En el portaobjetos estoy yo, chiquito y vestido de blanco, mirando por un microscopio. Alrededor, cuatro dioses vestidos de blanco me miran gozosos, atentos, haciéndose gestos de locura unos a otros. Dios sonríe, se aleja del microscopio y con un imperceptible movimiento de su dedo meñique, hace que todos los espejos dejen de existir para siempre.