Escuer y Bernal

19 de junio de 2009

EL COCO

Agustín Cadena

Prieto, cacarizo, con bigotes de sobaco de indio: así nos imaginábamos al Coco cuando éramos niños, allá en la vecindad de la calle República de Nicaragua. De todos, yo era el más nervioso, el más asustadizo. Mi madre regañaba a los otros chamacos: "No me anden espantando a m’ijo", les decía. "El Coco no existe". Pero yo les creía más a ellos. Siempre les creí más a ellos. El Coco se aparecía atraído por el aborregado olor de la infancia y era perverso, despiadado. Cazaba niños y se los llevaba a su mujer, la Cocatriz, para que ella los guisara en salsa de chile verde. Por eso tenía manos grandes y duras. Vestía overol de mezclilla y un gorro de estambre negro y caminaba con tenis para no hacer ruido. A la espalda cargaba su costal, junto con el cuchillo cebollero que usaba para cortar en pedazos a sus víctimas de modo que le cupieran sin notarse. A veces, para despistar o para matar el hambre mientras agarraba algo, traía las bolsas del pantalón llenas de cacahuates. Gracias a su ubicuidad, el Coco acechaba en todos los rincones oscuros: en la vivienda en ruinas que se derrumbaba lentamente a la entrada del edificio y que ya no se podía rentar, en las azoteas, en los roperos ajenos. De noche, sus dominios se extendían a la vieja escalera de piedra y al patio del fondo, donde se tendía la ropa. Por supuesto, en cualquiera de estos sitios podía ser conjurado, ya fuera apretando los ojos o, en los casos más graves, haciendo con los dedos la señal de la cruz. Pero donde sí era señor absoluto era en la calle. Las calles le pertenecían por completo. En ocasiones, cuando no andaba muy ocupado comiendo niños, atendía un puesto de tiliches en Correo Mayor. Era desobligado, como mi padre, y cuando se emborrachaba le pegaba a la pobre de la Cocatriz. Esto me lo contó mi hermana, que nunca le tuvo miedo

17 de junio de 2009

CAZADORES Y RECOLECTORES



Ricardo Bernal


1)

Ella es el musgo que crece en las piedras del arroyo, el humo en la pipa del duende, el vaho que exhalan los dragones dormidos en el centro del mundo. Él es un candelabro, el esqueleto inmutable de la espada flamígera, un arroyo ronco que nunca deja de cantar, la puerta cerrada por dentro para que la oscuridad jamás escape.


2)

Ella se levanta temprano, sacude los restos del sueño dejando caer gatos diminutos, tarántulas de luz, un arroyo de guijarros que desaparece antes de tocar la alfombra. Ella se mira en el espejo y las paredes de la casa crujen. Afuera de la casa, en el cielo, los aviones trazan pentagramas, las nubes se acomodan en ellos y se hamacan al compás del smog. Por las calles, los hombrecitos de plastilina caminan de prisa: es lunes y tienen que resolver muchísimos asuntos urgentes. Bancos. Oficinas. Cantinas. Iglesias. Bancos. Ella sale de la tina, se seca con una toalla enorme y se dirige hacia los cajones. Después de vestirse, Ella mira por la ventana hacia el punto exacto del cielo donde varias décadas más tarde, en uno de los aviones, el capitán beberá café mientras el piloto automático hace lo suyo. El pasajero más viejo del avión escuchará en sus audífonos un disco de Mike Oldfield a las diez de la mañana.


3)

Él se trepa en la motocicleta, se coloca el casco: una calavera afuera de la cabeza donde guarda su propia clavera. Cinco minutos después: las calles, los dedos del aire, la velocidad, los bosques, el verde lago negro de siempre. Él es un guerrero negro montado en un escarabajo rojo bajo el cielo gris preñado de nubes verdes. Las rojas miradas de los coches lo miran con rencor ciego y la primera gota del aguacero cae en la concha del diminuto caracol que avanza en sentido contrario. No está escrito en el cielo ni en el infierno que la motocicleta aplaste al caracol; la palabra “jamás” desaparece por un segundo de todos los diccionarios del mundo, pero por suerte nadie se da cuenta.


4)

El Bernal escribe: es mediodía y cuarenta libros a medio leer lo rodean. Hay novelas policiales, tratados de astrología, manuales fáciles para ser mejor, o por lo menos intentarlo. Bernal morirá dejando inconclusos veinte de los cuarenta libros. Después de su muerte, Doris y sus amigos llorarán, dirán palabras torpes en el velorio; alguien se quedará con los cuarenta libros y, sin abrirlos, se los heredará a sus hijas quienes tampoco los leerán jamás. Pero por ahora, el Bernal sigue escribiendo, está a punto de comenzar el capítulo cinco de su único best seller: La historia de mi abuela.


5)

Ella camina sin prisa, usa sombrerito, lentes oscuros, muy colorados los labios; si la escena fuera una caricatura antigua, ella sería Betty Boop y cuarenta flores sonrientes cantarían y bailarían alegres a su paso. Ella entra a un edificio, cruza espejos, sonidos planos, miradas cejijuntas que la imaginan desnuda. Se detiene ante un mostrador y abre su bolso: en el fondo hay una pistola.


6)

Fue como un sueño: en el velorio de mi abuela, mi madre hablaba en voz baja con otra persona cuyo rostro no recuerdo. Le decía que, de joven, mi abuela se había metido en un lío grande y que mi abuelo la había salvado de la muerte. Tal cual. No. A mi abuelo nunca lo conocí.


7)

Él entra a la cabaña. Un dolor de muelas antiguo despierta, lento como un dinosaurio. Él se quita el casco, mira la escena: un hombre de paja en la mecedora, la chimenea congelada, montones de billetes verdes esparcidos por el suelo, los charcos de sangre… Él trepa por la escalera desvencijada, nubes de polvo como esponjas y el dolor de muelas rencoroso esperando en una esquina del cuadrilátero de su boca.


8)

Uno de los motores del avión tose, hace ruidos despiadados, en Australia hay un pájaro menos. El capitán oprime botones, mueve palancas, se rasca la cabeza, suda… El Bernal se rasca la cabeza y decide ahorrarse algunos renglones: el avión cae en picada al compás de la parte más hermosa del Ommadawn. El pasajero más viejo morirá con esas notas en la cabeza.


9)

Ella yace debajo de las tablas. Los labios pálidos, la boca llena de tierra, las manos atadas. Hay uñas, ojos desorbitados, sangre a borbotones: Ella grita y su grito espanta a una parvada de moscas. Ella es un gusano, el vaho que exhalan los dragones dormidos en el centro del mundo. Décadas más tarde, también en el centro del mundo, Satanás escribe cifras, hace sumas con una calculadora antigua y las cuentas no le cuadran, se asoma por la ventana de su despacho y mira hacia abajo; entre llamaradas y estalactitas alcanza a ver la fila de encapuchados recién llegados. Se mataron en un avionazo, le informa la secretaria. Satanás sigue sumando.


10)

Él escucha los gritos, baja saltimbanqui y los escalones crujen, de una patada parte en dos la puerta del sótano. Ella morirá de cáncer a los setenta años, lejos de esta cabaña, en un cuarto azul lleno de frascos y enfermeras. Pero ahora ella escucha los golpes, las tablas que crujen. De pronto, como en un sueño cinematográfico, entra la luz y Ella mira el rostro enrojecido y desesperado, felino, bigotudo. Él es un arroyo ronco, feliz de encontrarla viva…


11)

Él y Ella cruzan bosques, puebluchos y valles a 120 millas por hora; la motocicleta arde como un infierno sobre ruedas, la cabaña está cada vez más lejos. Casi todos los billetes verdes fueron quemados. Arriba las nubes son piezas de ajedrez reacomodándose en un tablero profundamente azul y sin escaques. Un avión cargado de carne humana vuela como un moscardón anunciando algo, pero ni Él ni Ella lo escuchan, tan concentrados están en la velocidad de los minutos: al amanecer habrán cruzado la frontera y es casi seguro que en su historia de amor esté escrito un final feliz en technicolor…


12)

Fue como un sueño, llevaba años buscando ese libro. Lo encontré en un puestito de cosas usadas, en la calle, estaba amarrado con otros libros y la señora me pidió muy poco por todo el paquete; se sorprendió cuando le di todo el dinero que traía… Llegué a casa, estaba nervioso pero aún así puse café en la cafetera, ya sabes, el ritual: despejar la mesa, lavarme las manos, cortar con cuidado la cuerdita. Los otros libros no tenían la menor importancia, pero ahí estaba: La historia de mi abuela. En la contraportada, la foto del autor: narizón, cara de loco, audífonos enormes y patillas antiguas. Estaba diciendo adiós desde la escalerilla de un avión.

EL LABERINTO DE SIMONE

ENGENDRAMIENTO DE MUÑECOS

Arturo Villalobos

Les llaman ventrílocuos porque sólo pueden hablar a través de muñecos. Pero el ventrílocuo también es un muñeco, aunque ya no se siente como tal y le repugna acordarse de sus tiempos de muñeco, cuando tenía que pasar un largo y penoso estudio de años recibiendo clases de un ventrílocuo experto. Durante años y años el muñeco dice lo que el ventrílocuo quiere que diga. Y a fuerza de costumbre, palabra a palabra, apunte tras apunte, perorata sobre perorata, el muñeco logra asimilar las palabras del maestro ventrílocuo, su forma de gesticular e incluso su manera de andar. Entonces sobreviene el milagro: el muñeco se gradúa como ventrílocuo, deja de pensar como muñeco y toma a su cargo nuevos muñecos para enseñarles el arte de la ventriloquía. El proceso se repite cíclica, incansablemente, puesto que algo hay que hacer con el tiempo.

16 de junio de 2009

DOS RÍOS

Susana Cuévano

La diosa vuelca su cántaro de plata sobre la tierra: un río de hombres fluye serpenteante, rojo y colérico. El dios vuelca su cántaro de oro sobre la tierra: un río de mujeres fluye serpenteante, azul y apacible. Siete días después, los dos ríos se juntan en una cuenca, se mezclan, se devoran mutuamente en una explosión orgásmica. De las aguas revueltas nace el dios niño, sonriente y perfecto.

LOS LOCOS NO VAN AL CIELO

Martha Eugenia Colunga Bernal


El viento ululaba a sus anchas por los amplios dormitorios, los consultorios y los quirófanos del centenario edificio del manicomio abandonado. Las arañas tejían densas telarañas entre las aristas de los ventanales rotos y los restos de las puertas destrozadas, en un vano intento por detener el libre tránsito de los espíritus del dolor y el miedo.


Los cadáveres de dos ratas yacían electrocutados al lado de los cables de la mesa de electrochoques, mientras que otras más se empeñaban en encontrar algunas gotas, dentro de las gruesas mangueras que antaño disparaban potentes chorros de agua helada sobre los internos.


El óxido y el moho se multiplicaban sobre los restos de cadenas y grilletes que aún colgaban de algunas paredes, en tanto que las cucarachas hacían lo propio entre los últimos jirones de pestilentes colchones.


Todos los días, durante más de cincuenta años, un pedazo de papel amarillento ha sido llevado por el viento diurno de sala en sala, orinado por los gatos residentes, roído por las ratas, mojado por las tormentas vespertinas. Sin embargo, una vez pasada la media noche, el papel parece cobrar vida y rejuvenecer; se anima con voluntad propia y regresa a su lugar de origen: el destruido escritorio de la Dirección General del Hospital. Una vez ahí empieza a recobrar sus líneas y colores y poco a poco las letras y números retoman la nitidez original.


Para cuando los primeros rayos del sol tocan el papel; éste presume orgulloso, por unos momentos, el nombre completo de un paciente maniaco-depresivo y la rúbrica del doctor que ordenó la realización de una lobotomía... pero justo antes de que reinicie su diario ritual de autodestrucción, aparece un misterioso líquido color ocre, con la apariencia de una mezcla de lágrimas, saliva y sangre, que con cuidadosa caligrafía imprime a lo largo de la hoja un lacónico mensaje: Díganle a Ratzinger que se equivocó… el limbo sí existe

15 de junio de 2009

CUAUHTÉMOC QUIERE DECIR

Óscar Alejando Luviano


La derrota de mi papá ante Thompson Pumajero Oliveira y su no participación en los Juegos Olímpicos de México 1968 es también la historia de mi nombre: si mi padre hubiera ganado la medalla de oro en la categoría Peso Pluma, yo me llamaría Cuauhtémoc.

Lo cierto es lo siguiente: mi mamá quedó embarazada y mi papá, sin saberlo, todas las madrugadas desayunaba, consumía como único alimento del día una olla con verduras hervidas (sin sal), corría dos kilómetros a la vera del Gran Canal (el agua lenta y negra como un metal enfermo), y después, en su casa (bajo un techo de lámina de asbesto, y entre remiendos de tela y cartón en los huecos de los ladrillos de adobe) cumplía sesenta flexiones en la penumbra, contando en riguroso silencio, pues de la cocina al umbral del baño sus ocho hermanos dormían en colchones tumbados al ras. Eso sí: cada vez que se tocaba la frente con las rodillas se permitía decir Cuauhtémoc, en voz tan baja que parecía un quejido.

Tomaba un baño de asiento, a jicarazos, y con los cabellos mojados besaba en la frente a mi abuela Ricarda, sumida en el acto de lavar y coser ajeno desde las seis de la mañana, y hacía una pausa para observar, a través de la ventana sin marco (en lugar de cristal, un plástico tatuado por las cagadas de mosca), las hileras de casas tan miserables como la suya, amontonadas sobre el valle de Chalco. En sus ojos verdes, que no me heredó, vibraba la voluntad febril del preso ante el plan de fuga.

Se despedía de mi abuelo Carmen (ya desde entonces derrotado en la silla más a la mano, como encerrado en una nube de moscas), y murmurando Cuauhtémoc, abría la puerta de madera apolillada y entraba en el aire polvoriento de San Felipe. Se zambullía en las calles hediondas, invicto y luminoso, soltando un
jab y dos derechazos, perfeccionando su juego de piernas, derrotando a su sombra. Tras dos kilómetros sin bajar el ritmo, hacía la parada al chimeco que lo llevaba, en media hora, a la Avenida San Lázaro, al Gimnasio Mantequilla Nápoles.

En ese entonces todos los gimnasios se llamaban Mantequilla Nápoles.

Asumo que el gimnasio cumplía con todos los lugares comunes necesarios: el olor a sudor, los rostros macilentos mascando chicle, amenazantes; las cubetas espumosas, rebosantes de escupitajos, el altar a la Virgen con las veladoras siempre encendidas, frente al que los aspirantes cruzaban desnudos camino a las duchas; el rostro de Mantequilla Nápoles, orgulloso y desdentado, pintado a todo lo ancho y largo del muro principal; y el encordado bajo una luz que no se sabe de dónde provenía.

Ese día (su último día como boxeador), mi papá entró al vestidor, y frente a su locker se quitó los
pants, cubrió sus manos de talco y dejó que su entrenador le anudara férreamente guantes y botines (eran blancos, como los del Santo). Con todo en regla, salió a la zona de entrenamiento, rodeado por el estridente vacío de la admiración. Sus colegas y rivales habían detenido los ejercicios, y rodearon el ring. Mi papá los saludó con un ligero levantar de cejas. Cuando subió al ring, las manos se apuraron a separar las cuerdas para que accediera limpiamente al cuadrilátero, como un milagro insolente. Las miradas no se apartaron de él mientras doblegaba al sparring (diciendo Cuauhtémoc), y el sparring, tras ser derrotado en el primer asalto, con rodillas temblorosas, se quitó el guante para estrechar con sus dedos ateridos el guante de mi papá.

A diferencia de todos ellos, de los amateurs que sudaban la esperanza en el Mantequilla Nápoles, mi papá estaba por convertirse en Alguien: sólo le faltaba un encuentro para competir en las Olimpiadas.

No conozco los detalles: mis papás los han borrado, o no los recuerdan, o les parecen más banales que el vestido de lunares de mi mamá. Sólo precisan que ese día, el primero de mi existencia, mi papá sólo tenía que ganar una pelea más para ingresar al equipo olímpico de boxeo y poner a su tierra natal, El Mármol (Guanajuato) en el mapa pugilístico. Entre mi papá y esa gloria sólo había un rival más: Thompson Pumajero Oliveira.

Al contar su historia, mi papá no habla de peleas ganadas, puntajes, eliminatorias; nunca define el complejo torneo, ni refiere el nombre de su entrenador, ni muestra recortes de periódicos o fotos... Lo único que rememora con precisión mecánica es ese nombre: Thompson Pumajero Oliveira.

Sobre las paredes del Gimnasio (excepto en la del mural de Mantequilla Nápoles) se repetía el cartel de las Olimpiadas. Hojas mimeografiadas con el escudo de las olimpiadas: algo geométrico y metálico que intentaba ser un pájaro; no es posible determinar si una paloma o un halcón. Algo, en todo caso, que subía, aleteaba hacia los cielos. Entre un sparring y el siguiente, mi papá clavaba sus ojos verdes en los carteles, como un prisionero que entibia en su mano la llave de su celda. Y esa llave era un águila.

Cuando narra la historia, mi papá dice que punteaba cada derechazo, cada
upper cut y su mortal gancho al hígado con el mismo mantra: Cuauhtémoc. Le habían dicho que ese era el nombre de la vaga criatura de los cárteles, la mascota de las Olimpiadas: Cuauhtémoc. Al golpear, al proteger la región de sus riñones, al levantar los brazos victoriosos: Cuauhtémoc. ¿Quién se lo dijo? No lo sé.

Tras las cuatro horas de entrenamiento, volvía a la avenida Zaragoza, saltando sobre los baches anegados de agua tornasolada, sumido en el olor a las fritangas y el humo de los chimecos. Se bebía un jugo de naranja con yema de huevo mientras observaba el túnel serpenteante e infinito de las obras del metro. Y emprendía a zancada larga la hora y media hasta la casa de mi mamá, en Santa María La Ribera.

Siempre le esperaba en la calle, donde mis abuelos no pudieran verlos. Para mi abuelo Andrés, chófer de limusina con uniforme, y para mi abuela Petra, la enfermera más cruel del mundo, no era concebible un sitio en el corazón de su hija para un campesino aspirante a boxeador que (además) vivía en una ciudad pérdida. A mi mamá, en su vestido de lunares, no le importaban esas pendejadas, y recién bañada, en sus zapatillas blancas, esperaba cada tarde el fin del entrenamiento, con los brazos cruzados. A veces apoyada en un árbol. A veces, sentada en el cofre de un auto estacionado. A veces, comiendo un helado. Nunca meciéndose de una pierna a la otra, como esa tarde, ni mordiéndose los labios.

Tenemos una foto del día en que se conocieron. O de la boda en que mi mamá descubrió a mi papá. En primer plano, junto a la pareja unida por un collar de flores, mi papá ofrece el anillo a una pareja ahora olvidada, en su papel de padrino. Al fondo, sentada en una banca de la iglesia, junto a su mejor amiga (y por entonces novia de mi papá), llevando vestido de lunares con la que siempre la imagino, mi mamá concentra toda su atención en su futuro esposo, con ojos tiernos y hambrientos.

Después de haber descubierto la existencia de mi papá, como si antes la vida fuese un sueño o un peso, mi mamá abandonó estudios y trabajo, mintió a mis abuelos, se hizo presentar, fingió interés en el boxeo y en las Chivas del Guadalajara, traicionó a su mejor amiga, y se convirtió en una puta y en una niña, según fuera preciso, hasta que ese boxeador amateur fue suyo, y sólo suyo.

Mi mamá justifica su proceder con la única foto que conservamos del periodo pugilista de mi papá. Es la única evidencia real de que pudo haber existido una medalla de oro y Thompson Pumajero Oliveira, y fue la única oportunidad que tuvimos de conocer a mi papá en pantaloncillos, botines blancos, guantes negros y brillantes al estallido del flash, y en postura defensiva (inclinado, con los puños a la altura del pecho), y el cabello rizado como una corona de piedra. Yo, con toda franqueza, nunca le había visto tan desvalido, pero entiendo a mi mamá: el cuerpo de mi padre es flexible y hermoso, un ángel aturdido.

Mi mamá, sin embargo, lo amaba más que a su cuerpo, y por ello no le había obligado a renunciar al boxeo (inevitable destructor de esa belleza), ni reprochaba que fuera del entrenamiento y el sueño olímpico, mi papá sólo tuviera tiempo para llevarla en contadas ocasiones a recorrer en lancha las aguas verdes del lago de Chapultepec, y en muchas menos a un hotel.

Mi papá, en cambio, no la amaba más o menos que a su cuerpo. Cuando la veía de pie, en la calle, en su vestido de lunares, abrazada a sí misma, el rostro sin maquillar apenas perfilado bajo las sombras de su cabello, no separaba el cuerpo de su futura esposa de eso que nacía y se abría y le resonaba dentro con la estridencia del viento, primero, y de una caída, después, y se entregaba a su suerte, feliz y ciego.

Tampoco, como ella creía, la amaba menos que al boxeo.

Porque, en realidad, mi papá no amaba el boxeo: era un fugitivo y había descubierto, gracias a las golpizas con las que mi abuelo Carmen lo adoctrinó desde la más temprana infancia, que ciertos muros pueden caer a puñetazos. A los doce años, detuvo el puño de mi abuelo en el aire, como quien atrapa una bala, y sostuvo, a pesar de las lágrimas y el dolor, su mirada ebria. Mi abuelo Carmen no le puso una mano encima nunca más.

No amaba al boxeo, ni lo colocaba por encima de mi mamá. En realidad, a sus 18 años, no sabía cuál era el sitio de mi mamá en su vida, y eso puede ser el amor. Cuando la veía (en zapatillas blancas y vestido de lunares, como recién nacida) un peso lo inundaba, y lo hacía sentir como una estatua sumergida. Se trataba del mismo peso que lo machacaba a través de los puños de mi abuelo Carmen, pero con otra forma: una brutalidad que excede al amor sin dejar de ser amor. No era el peso que había combatido desde los trece años con las verduras hervidas, el gimnasio y una disciplina de monje. Se parecía, pero no lo era. Se trataba de un dolor y de un peso más terribles, pues se parecía a la felicidad, y no era malo, pero era una servidumbre.

En esa tarde, en que los tres fuimos creados, ella no sonreía, parada en las afueras de la vecindad de mis abuelos llevaba su peso de un pie al otro, y se mordía los labios, pero mi papá no se percató, pues ella lucía su vestido de lunares, olorosa a agua tibia. Rara vez nos damos cuenta de la infelicidad de quien nos hace felices. En público se daban castamente la mano, y después charlaban en voz baja, apoyados sobre la cajuela de algún coche estacionado. ¿Cómo te fue? Bien, gracias.

Esa tarde, mi papá habló de resistencia, de su torso, de sus pies ligeros, de los kilos que podía levantar en las pesas, de los sparrings caídos. Mi mamá, enternecida y asustaba porque él no se había dado cuenta, o furiosa porque él no se daba cuenta, se lo dijo sin más: Estoy embarazada.

Cuando mi mamá cuenta la historia, en este punto imita el gesto con el que mi papá me dio la bienvenida: la palma abierta en el aire, como si quisiera frenar un golpe, y el rostro en blanco, pues a pesar de la postura defensiva había recibido el impacto de lleno. Sobrevino un prolongado silencio en el que sólo se colaban el ruido del tráfico y los gritos de los merolicos que, canasta en mano, ofrecían pan y merengues de puerta en puerta. Mi padre cerró los ojos (y vio el Gran Canal, tras sus párpados vio las aguas pesadas, crujientes). Exhaló el aire para evitar la asfixia y, por fin, preguntó (con los ojos cerrados): ¿Qué vas a hacer?

Mi mamá, sin responder, o porque había esperado otra pregunta u otra respuesta, preguntó por Thompson Pumajero Oliveira. Si era grande, si era fuerte, si era letal, si era más rápido, si era mejor peleador que el mejor púgil de Etiopía, de donde hasta antes de la hambruna procedían los mejores boxeadores. No sé, dijo mi papá. Nada más sé que es negro y que entrena en la Bondojo. ¿En la Bondojo? En el gimnasio Mantequilla Nápoles de la Bondojo.

Mi mamá describió un medio círculo en la acera con la punta de su zapatilla blanca, como quien traza una frontera. Llamó al merolico. Te invitó una chilindrina. No puedo, dijo mi papá, Si engordo un poquito no doy el peso para la pelea. Bueno, dijo mi mamá, que desde entonces lloraba como ha llorado siempre: reteniendo las lágrimas al tiempo que come lo primero que tiene a mano. Bueno, le dijo mi papá, y le dio las buenas noches. Se estrecharon las manos, y mi papá se fue sin mirar atrás.

Vagó en círculos. Lo normal era que, tras ver a mi mamá, trotara hasta San Lázaro (elevando las rodillas hasta la altura del pecho) y tomara el chimeco de vuelta a San Felipe (donde las casas parecían regadas por un huracán, donde el ruido de las aguas del Gran Canal era como de labios que mastican blanda, oscuramente). Y más tarde, sin cenar, tumbado sobre el colchón, entre los ronquidos de mi Tío Felipe y las cuentas obsesivas de mi Tío Rogelio, habría soltado el aire con una última palabra (Cuauhtémoc) antes de quedar dormido.

Pero ese día, en que supo de mí, se permitió tomar un taxi, gastando una parte del dinero que había ahorrado haciendo reparaciones en un taller de electrodomésticos, pues hay cosas que se pueden hacer a pie, y otras que demandan llegar en auto. Llegó al Gimnasio Mantequilla Nápoles de la Bondojo a bordo de lo que entonces se conocía como un cocodrilo. Un perro dormía en la entrada. Entró. Un viejo desdentado y macilento arrastraba una cubeta llena de escupitajos al baño. Todas las veladoras del altar de la Virgen estaban encendidas.

No tuvo que preguntar. Le reconoció sobre el ring. Demolía sin piedad a un sparring. Era negro, sí, casi azul. El sudor le abría surcos brillantes en la melena. Cuando sonó la campana, dio un derechazo al hígado del sparring y lo mandó a la lona, donde rebotó como una pelota rellena de piedras. Thompson ocupó su esquina como si reclamase un trono. Sus guantes eran blancos, y no los lavaba: la sangre de sus nuevos rivales sumaba escamas sobre la sangre coagulada de sus viejos rivales.

Mi papá dio una vuelta por el gimnasio, fingiendo. No había carteles olímpicos a la vista. En lugar del retrato de Mantequilla ocupando el muro principal sólo había una foto de cuerpo entero del boxeador cubano, llena de orificios de cigarro. Cuando el siguiente sparring subió al ring, mi papá ocupó una de las sillas plegables que rodeaban el encordado. No perdió detalle. En un descanso entre el tercer y el cuarto asalto, tras escupir en la cubeta que le aproximó su entrenador, los ojos de Thompson Pumajero Oliveira, negros y fríos, encontraron los ojos verdes de mi papá.

En esta historia esta es la única vez que se mirarán entre sí, brevemente.

Mi papá se levantó, salió del gimnasio y tomó un taxi de vuelta a San Felipe. El chófer le advirtió que No, mano, a ese barrio yo no entro ni por manda, y lo dejó en San Lázaro. Mi papá hizo el resto del camino a pie. Ya era noche plena y no había más chimecos.

Supo, sin duda, que vencería a Thompson Pumajero Oliveira sin esfuerzo y por nocaut en el primer asalto.

Llegó a su casa con una bolsa llena de tamales. Los perros ladraban por doquier y la luna se multiplicaba sucia y cansada en los charcos. Mi abuela Ricarda, con la radio pegada al oído, escuchaba corridos, inclinada sobre la mesita de la cocina, como si de esa manera las canciones de su tierra pudieran oler a tierra mojada. Sobre su regazo, la labor que había terminado por dos pesos la gruesa. ¿Quieres uno de rajas?, le ofreció mi papá. ¿No que no comías de estas cosas para no engordar? Mi papá se encogió de hombros, y se comieron en silencio cómplice los de dulce, chile y mole. Eran los primeros tamales que mi papá comía en seis años.

Después, tal vez debido al peso en su vientre, fue incapaz de caminar hasta su sitio en el colchón, entre Felipe y Rogelio (que contaba de ida y vuelta las monedas logradas revendiendo chatarra), y se quedó dormido en la silla, cubriéndose los ojos con el antebrazo, mientras mi abuela pegaba botones.

Al día siguiente, hizo la cola en el único teléfono público de San Felipe, y llamó a su amigo, el del taller de reparación de electrodomésticos. Le recordó el trabajo que mi papá había rechazado en aras del ideal olímpico, y acordaron un sueldo.

No regresó al gimnasio Mantequilla Nápoles, nunca.

Cuando termina su historia, nos dice que su derrota ante Thompson Pumajero Oliveira fue una jugarreta de los jueces a favor del negro. Me pesaron y estaba excedido por cuatro kilos. Sí, pudo ser culpa mía por dejar el gimnasio, pero también era que tu mamá cocinaba muy rico. Lo descalificaron, y antes de que el brazo de Thompson Pumajero Oliveira se levantará orgulloso, mi papá ya había dejado el lugar: tenía que checar tarjeta a las nueve.

Mi mamá, en cambio, termina la historia un poco después. Cuenta sobre la serpenteante estela de niños que siguieron a la limosina negra, conducida por mi abuelo Andrés, cuando llegó sin aviso a San Felipe. Cuenta, sobre todo, la controversia sobre mi nombre. Ella quería Raphael, por el Divo de Linares, y mi papá quería ponerme Cuauhtémoc.

Hasta el día en que naciste estuvo duro y duro, sigue mi mamá, Cuauhtémoc esto, y Cuauhtémoc lo otro. Tuve que decirle que si te bautizábamos así, le pedía el divorcio. Y santo remedio: no insistió más.

En realidad, insistió. Trató de enseñarme los golpes básicos y la postura defensiva, sin éxito. Y vigilaba mis comidas, pero fue inútil.

En seis años, desde que salí de México, mi papá sólo me ha llamado una vez. Estaba ebrio y repetía sin césar, tímido y lejano, Me da gusto escucharte, hijo, Me da gusto escucharte, como una estatua que se hunde, o un pájaro que no se sabe paloma o halcón. Y eso es el amor. No hay registros de que Thompson Pumajero Oliveira ganara medallas en las olimpiadas de México 1968. Cuauhtémoc significa
El águila que cae.

14 de junio de 2009

ESA IMAGEN TERRIBLE

José Luis Zárate

Los capitanes, los guías de caravana, los hombres que viven en medio del silencio lo saben. Miran a sus marinos, el inexperto, a los que nunca han recorrido esas rutas, observando el agua, la arena, la quietud. Saben que lo inabarcable es fascinante en sí, pero también que hay abismos en esa contemplación. No las sirenas que llaman a la muerte, djins que tejen falsos oasis, mujeres de blanco entre la niebla. Peor. Ahí se encuentra esa imagen terrible, acerada, infinitamente dolorosa.

Si uno observa con cuidado el infinito, siempre, en lo más profundo, acabará encontrando su propio rostro.

NO SMOKING

José Luis Zárate

No era humo. Eran los graffitis que traía dentro.

SECRETO

José Luis Zárate

Nadie sabe donde emigran, durante la noche, los carritos de supermercado.