Escuer y Bernal

11 de septiembre de 2012

LOS NOVIOS

Andrea González


Ella temblaba entre los brazos congelados de su novio muerto. En su espesa y hermosa cabellera castaña todavía había tierra y astillas de madera del ataúd. A su lado descansaban el hacha y la pala. Estaba pálida. Sus manos sangraban. El lunar junto a su boca carmesí parecía una mosca inoportuna que hubiera muerto pegada a la dulzura de su dolor. Abrazaba el cadáver de un joven apuesto y de finas facciones.

—Cierra los ojos, amor mío —le dijo ella acariciándole el cabello—. Ciérralos para que no los vea nadie. Ciérralos para que no distingan las afiladas cuchillas en forma de estrellas que salpican tu sepulcro con su luz blasfema. No los abras, no los abras nunca más.

Sobre ellos caían las gotas pequeñas de una persistente llovizna. Ella recorría con sus manos el cuerpo de su novio muerto. Él se dejaba seducir por el perfume de flores de su novia viva. Ella imaginaba la loción de madera que alguna vez había inalado en el cuello de su novio muerto. Lo besó en el pecho, temblando, buscando…

Arrodillada en la tierra, ella salpicaba las gotas de sangre de sus dedos en las muñecas de su novio muerto. A lo lejos crujían los árboles sobre las tumbas. Cerca de ellos otros habitantes del cementerio resistían el viento frío dentro de sus cajones. La luna manchaba de blanco la tranquila oscuridad de sus secretos e inmortales afectos.

Ella lo besó en los labios, intentando absorber la muerte. Entonces todo se volvió una penumbra impenetrable. Al mismo tiempo que ella caía en un sueño en el que podía escuchar todo lo que pasaba a su alrededor, su novio muerto se levantó. La tomó en sus brazos y lentamente la posó sobre el interior aterciopelado de la cama mortuoria. Le cerró la hermosa boca aún entre abierta. Selló el ataúd. Algún día le devolvería el favor a su amada.

Los ojos aterrados de ella buscaban un resquicio insignificante de luz. Intentó por lo menos parpadear, pues no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados. El latido de la tierra y de cientos de corazones derretidos reemplazaban sus propios signos vitales. Mientras tanto, él intentaba caminar. Intentaba desesperadamente mover sus piernas. Cayó de bruces en la tierra suelta. Intentó arrastrarse. La lluvia lo quemaba. Lentamente vio cómo su piel se volvía ceniza. Después ya no alcanzó a ver nada más.