Escuer y Bernal

16 de julio de 2011

EL UHU

Jean Ray


Mis compañeros estaban ligeramente borrachos.

-Quisiera saber… -comencé a decir.

Seis cabezas se alzaron, desafiantes.

La gente del mar y la costa no gusta que se la interrogue, ni siquiera después de tener las tripas lavadas con whisky gratuito como el agua que envía del cielo el buen Dios.

Sobre todo, cuando schooners sospechosos rondan por las brumas desgarradas de llamadas misteriosas, la desconfianza reina como dueña y señora.

-Quisiera que me contaran…

Seis gruñidos de bestia acorralada; seis miradas de odio y de temor.

Un decorado de vetusta miseria rodeaba su desconfianza y mi vana curiosidad: una posada-taberna, en donde se sacaba el whisky del mismo tonel enchapopotado, con una inmensa caja de madera que servía de mostrador y repleta de tarros de hierro, una mesa y taburetes polvorientos, un tabernero de una fealdad de museo: enano, jorobado, tripudo y negro como una locomotora, con mirada de loco… y todo esto bajo la luz de sangre y de crimen de una gigantesca lámpara de cobre, espléndida, con una llama redonda y gruesa como manzana de un huerto infernal.

-Sí, me gustaría mucho saber…

Doloridos y furiosos por haber sido cogidos en la trampa de bebidas generosamente ofrecidas, no tocaban ya el whisky, negro como salmuera.

La piojosa posada-taberna se alzaba en el centro de una inmensa llanura desierta, de ciénagas feroces, que no devolvían jamás la presa caída en sus fétidos fangos, donde la selva gris de las aulagas estaba poblada por todas las aves ladinas y maléficas de las aguas estancadas: chorlitos, que chillan a la muerte y apuñalan a las sombras con sus picos de pesadilla; agachadizas chillonas; cercetas atormentadas; patos silbadores, ebrios de podredumbre; tadornas acechadoras; negretas brutales; somorgujos misteriosos; alcaravanes tristes; chorlitos reales llorones; pollas de agua malolientes y con feas garras; avefrías dóciles y rascones fangosos.

Por el Norte corría la línea de tinta pálida del mar; hacia el Oeste, tres o cuatro tejados de paja humeaban mezquinamente sobre el borde de las carboneras, más allá estaba el horizonte vacío, en donde surgía, a veces, el vuelo solemne de las zancudas migratorias.

-Pues bien –dije-, yo quisiera saber… Me gustaría que me hablaran del Uhu.

-¡Maldición!

Seis bocas torcidas por el estupor y la rabia gritaron el juramento; los pequeños cristales de las ventanas, negros y brillantes de noche, se estremecieron.

Agaché la cabeza.

-No sabía… -empecé a decir.

-Hay que saber –dijo uno.

-Usted se ha atrevido… -dijo otro.

-Es usted un loco y un malvado.

-Si nos sucede algo esta noche, le mataremos.

-Sí, le mataremos.

-Pero… -protesté débilmente, con el corazón traspasado por la angustia.

-¡Hablar de eso esta noche!

-¡Esta noche precisamente!

Oí entonces, las bofetadas del viento contra la argamasa de las paredes, y voces en el exterior se burlaron extrañamente de nuestro terror.

-Pájaros –dijo uno de los hombres.

-No. La tempestad que arrecia –dijo otro.

-Pájaros, también –dijeron, por último, tranquilizados.

-Sírvanse whisky –dije entonces.

-Ahora sería mejor que rezáramos –respondió uno de los hombres.

Un zumbido de abejas cansadas llenó la sala y subió, en un crescendo doloroso, para terminar en un amén seco y claro como un golpe de mandíbulas.

Pasó sobre nosotros una ola de silencio, más espantosa que un huracán de cóleras y de rabias…, y vi que todas las caras se habían vuelto hacia la negrura brillante de la ventana.

Una ventana en la noche es un espanto.

He conocido personas que se volvieron locas nada más que por haber esperado al ser de pesadilla, surgido de las tinieblas, que pegaría su cara mortal a los cristales.

Pero la oscuridad, tras los cristales, era tan negra que enviaba reflejos oscuros dentro de la sala como si quisiera robar nuestra luz y nuestro calor.

De repente, un grito de terror surgió de nuestras gargantas.

Corrían por la llanura.

-¡Dios!... ¡Dios mío!... Esos pasos… -sopló uno de los hombres.

-¡Son pasos humanos! –dijo otra voz.

-¡Esta noche precisamente!

Contra la puerta pegaron una patada desesperada. Se oyeron gritos, lloros, furiosos rezos entre sollozos.

-¡No se puede abrir! –dijeron los hombres.

-¡Piedad, por amor de Dios! –clamó una voz de mujer al otro lado de la puerta.

-¡Es una mujer! –dije-. Abran…

-No -respondieron todos. Y sus ojos se hicieron duros y malvados-. ¡Ha sido culpa de usted! Hablar esta noche de…

Pero yo había descorrido ya el pesado cerrojo. En medio de aluvión de juramentos aterrorizados, abrí la puerta y la mujer rodó al interior de la sala como al impulso de un empujón invisible.

-¡Cielo! –exclamó uno-. ¡Es Margaret!

-Desgraciada, ¿qué hacías…?

Pero todos se callaron.

Los ojos de la mujer se abrieron…

Ojos inverosímiles.

Ojos que habían visto el Espanto.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo; sus dientes castañetearon…

Luego, murmuró con extraña voz de quimera:

-El Uhu…

-¡Maldición! –repitieron los hombres.

Margaret se desplomó, se hizo un ovillo y permaneció sin moverse.

Entonces, de la lejanía de la llanura, surgió un ruido insensato, imposible.

-Señor, en tus manos nos confiamos –gimieron los hombres.

-¡Señor, estamos perdidos! –repitió la locomotora humana.

-El Uhu –gimió Margaret.

-¡Silencio, carroña, ave del mal! –rugieron todos.

-¡Evocar eso esta noche! –se lamentó una voz.

El ruido sobre la llanura se acercó, más aterrador, más formidablemente horrible, porque escapaba a todas las definiciones de la memoria y de la inteligencia.

Era el ritmo de un paso, pero de un paso de una monstruosidad sin igual: la marcha de un ser extraño, cuya cabeza debía de rozar las estrellas.

-Imposible –dije.

Y, de pronto, la llanura entera gritó su terrible miedo.

Un concierto infernal de gritos, de silbidos, de lloros y de batir de alas rodeó la cabaña como tempestad frenética.

Un cristal se rajó como la piel de un tambor; luego, otro… Y una gaviota se retorció, sangrando y destrozada, en el suelo.

-¡Apaguen la luz! –gritó la mujer-. ¡Ella los atrae! Vienen…

No hubo tiempo de obedecer: un ejército de monstruos blancos surgía de la oscuridad hacia la llama enloquecida.

Un grito desgarró esta máscara de locura, y tuve la impresión, mejor dicho, la rápida visión de un inmenso chorlito clavando de un golpe furioso su horrible pico en el ojo del enano. Un largo chorro oscuro saltó, y surgió de la oscuridad, el tintineo acre de las botellas rotas, una corta cabellera de llama azul corriendo al techo…, y luego, lamentos, lamentos, lamentos…

Una vida transformada, de pronto, en miedosa desde que todo estaba a oscuras, hormigueaba alrededor de nosotros.

***

Voluptuosamente retorcía cuellos suaves, arrancaba plumas, rompía patas menudas. A través del tibio escudo de las plumas, mis uñas buscaban carnes y entrañas.

Experimenté una alegría de maldito haciendo morir las aves que, aquella noche, no eran otra cosa que nuestras hermanas en el miedo.

Pero la mujer gritó de nuevo:

-Ahí está…

Las alas monstruosas subían y bajaban cerca de nosotros; el aire, producido por sus gigantescos movimientos, batía la choza como ráfagas de huracán.

De repente surgió el trueno definitivo de un aplastamiento: crujidos secos, roturas estrepitosas, salpicaduras atroces, y mis miembros se estrujaron contra el suelo como si quisieran hundirse en la tierra azotada.

A mi alrededor, comenzaron, monótonas en las tinieblas, las agonías.

***

Durante horas aparté escombros de madera, fango y piedras. Rechacé abyectas cosas tibias y pegajosas. Luego vi, a través de grotescos revoltijos, deslizarse la claridad opaca y débil de la aurora.

Sentía ya la brisa del aire libre, el yodo del mar lejano y la podredumbre de las simas próximas, cuando los pasos sonaron de nuevo, lejos…, lejos, amortiguados por la distancia.

Pero sonaron.

Cerré los ojos.

Luego me atreví…

Me atreví a mirar.

¡Oh Dios! Espero que esto no sea verdad, porque fue más breve, más rápido, que el guiño de un ojo.

Quiero creer que fue una nube, un humo, una niebla, un último jirón de tinieblas.

A lo lejos, se hundía en el horizonte, que ocupaba por completo, una máscara formidable.

Dos ojos fijos miraban a ras de la llanura, como un vagabundo de pesadilla espía por encima de la línea divisoria de una tapia…

No, no…

Fueron dos enormes agujeros glaucos en el Este, en la oscuridad de la noche que desaparecía…

Fue eso y nada más.

Frecuentemente, las nubes, en el cielo, se prestan a las más abominables fantasmagorías…

Lo repetiré siempre: fue eso y nada más.

Porque presiento que un Ser semejante no permitiría que ninguna criatura humana pusiera sus ojos en él.

Si no, durante las horas de guardia, en medio de los mares solitarios y lívidos, vendría a espiar a ras del horizonte, a las hormigas que nosotros somos, y su paso resonaría en el fondo de los abismos marinos como en la llanura lejana…

No.

¡No lo he visto!

¡No quiero haber visto al Uhu!...