Carlos López Beltrán
Al final de un sueño largo y sinuoso comencé a perder la esperanza en la viabilidad y cordura del proyecto en el que estaba embarcado (en el sueño): recuperar al niño que pervive en mí, demostrar ¿o reconstruir? la unidad del niño que fui con el niño que a veces siento que tengo aquí y que ha salido en busca de su estela infantil en un sueño largo y sinuoso. Las escenas del sueño son estas que se escapan, se encadenan y engarzan fusionándose de un modo líquido, delicuescente, delirante, amniótico.
Llego desde siempre al aeropuerto de mi infancia. Caigo, muy suavemente caigo. Ay los aterrizajes: aterrizo. Cunden los ruidos amenazadores del aterrizaje. Las vibraciones. Recorro la pista aterrizando, cayendo suavemente y con los ojos abiertos, penetrantes. Puedo ver las casas alineadas a los costados de la pista. Atravieso con la mirada la opacidad de las persianas y de los muros. Descubro una secuencia de recámaras infantiles que se suceden conforme caigo deslizante, como flotando siempre más cerca de la pista sin aterrizar.
Veo niños y niñas en esas recámaras, en casas distintas, enfiladas, barridas una a una por mi intrusa mirada. Niños y niñas en la intimidad infantil, eligiendo un jinete, un disco, un cuaderno de iluminar, una mascota. Hundidos todos en esa soledad primigenia. Una tras otra las casas pasan hasta que llego a mi casa… y entro a ella, como entra el aire, como entra la mala suerte un día. Me desplazo con el poder afantasmado del sueño. Camino por el pasillo de una casa encantada que reconozco y extraño y desconozco y me extraña. El piso está cubierto por frágiles miniaturas de unos pocos centímetros que no debo pisar. Apenas visibles, son estructuras de hueso viejo, de piedra caliza, de seco migajón de pan, que ceden y se quiebran sin ruido pero con aspereza bajo mi planta. Algo irremediable se derruye y se pierde si me equivoco al plantar el pie. Una joya. Una horca. Un monasterio de termitas. En las paredes están las fotos de mis padres. En cada cuarto que entro reconozco sus muebles. Entro a mi cuarto y está mi infancia concentrada en objetos cargados de emoción, de afecto, de sentido de intimidad. Cosas extraviadas hace milenios y cuya pérdida nunca lloré. Cientos de pequeños duelos congelados al no haber reconocido la hondura que dejó el abandono al desplazarme al futuro. Piedras ovales, carritos, lazos de trompo, cuadernillos… Ahí estoy, entre ellos, desdoblado, conmovido...
El yo intruso sale de la casa y se encuentra al fin en el jardín al niño que fue (que busco y creo ser). Es el niño que he estado atisbando (ahora lo entiendo) en el umbral del reconocimiento, en las instantáneas evanescentes que me rodearon con recuerdos de distintas épocas de mi infancia. París, Mina, Londres… Mas que recuerdos son vínculos de afecto lo que nos une y separa; como una línea de electricidad tenue que está y no está, caprichosamente.
Estoy con el niño que está conmigo. Estamos en nuestra casa de Mina, cincuenta años después. Ahora vive ahí otra familia que ha colonizado el espacio, pero sobrevive un fulgor tímido, como un eco del paso de mi familia, del paso de mi cuerpo infantil y sus emanaciones. Sobrevive una reverberancia de mi intimidad, de mis lejanos afectos.
Veo al niño que fui y soy ahí parado, mirándome, en el jardín. Yo soy su cuidador y amigo (me percato) y me le acerco, no sin temor a estar quebrando malhadado un tabú. Veo acercarse a mí su rostro inconfundible, su mirada vivaz. Sus ojos son estos viejos ojos míos. Su risa al verme es esta risa mía, mil años antes, clara en su pureza. Y lo levanto y abrazo, y es un abrazo único, de fusión, de cercanía total, emocionada, perturbadora.
Mi madre en su vestido alado de veinteañera y en su belleza de madre joven a unos metros me observa y asienta, como diciéndome qué bueno que volviste, Carlos. Carlitos te extrañaba y te necesitaba. Mi padre es una presencia lejana e insistente. Está en la refinería, o de viaje, o en el Complejo, o manejando hacia los campos, o aterrizando, eternamente aterrizando. Puede como siempre estar y no estar ahí, en todos lados.
Y el futuro irrumpe. Y el presente irrumpe. Hay de pronto poetas que celebran la infancia tropical y sus voces son ruido, estruendo en este espacio. Hay una rápida transformación de las habitaciones. La llegada de amigos del futuro pasado. Amigas deseadas a las que abrazo por las caderas incomodándolas un poco. Llega la sensación de una huida del pasado en cascada y del fracaso de la búsqueda de la niñez. Tocar la piel del niño que fui (y ya no sé si aún soy) empieza volverse irreal.
Me asomo a una ventana alta recién despertado y no sé la edad que tengo, la vida que he llevado. Descubro, a contraluz, un pequeño roedor de cola en llamas erguido sobre una barda, y encima de éste, en una rama pelona, un ave gris en reposo. ¿Tal vez un momento de revelación? Y me pregunto averiado, roído, cómo capturar ese segundo que se expande. Pienso en mi cámara y en mi cuaderno más con tristeza que con real deseo de registrar la visión, la huída del roedor, el despegue del ave.
Aterrizajes que no llegan, que no tocan la piel con la que sueñan, que no pueden ser suaves, penetrantes, líquidos y emocionantes, sino que encuentran la dureza de la grama, la extrañeza de lo heterogéneo, su violencia: la cristalización brusca del fósil irrecuperable de la infancia en un ámbar que huye, que se queda atrás, o hundido, o en otra dimensión escabullida, abandonada, seca, inaccesible.
Después de un sueño largo y sinuoso comencé a perder la esperanza en la viabilidad del proyecto en el que estaba embarcado (en el sueño): recuperar al niño que pervive en mí, recuperarme en su inmortalidad.