Escuer y Bernal

1 de junio de 2009

OLAS

Mónica Sánchez Escuer


Mira allá, Ari, cómo se arruga el agua, y viene y se nos sube a las piernas como calcetines largos, las llena de burbujas chiquititas y luego se va y nos desnuda otra vez. No, no importa que no te acuerdes qué nos pidió mamá para el almuerzo. Yo ya me olvidé cuántas gotas deben caer en su vaso todas las mañanas. ¿Y qué? Aquí no la oímos, ni nos oye, nadie nos busca. Ella seguro nos llamará, gritará tu nombre queriendo decir el mío, y el de Elia queriendo decir el tuyo. Y Elia no estará ahí para calmarla, abrigarla, cortarle las uñas larguísimas, las que medimos siempre en el último rasguño. No, Elia no estará ahí para decirle que no se enoje, que nos hemos portado bien, que hacemos la tarea. Pero mamá no lo sabe, no se dará cuenta, y la llamará también. Todo el santo día. Y nadie estará ahí para limpiarle la rabia de la boca. Nadie. Cuando regresemos, Elia no nos tendrá lista la cena, ni hará los sándwiches de cajeta para el recreo de mañana. Y nosotros tendremos que darle algo de comer a mamá y bañarla y cortarle las uñas. Y al otro día se nos va a olvidar que Elia murió, que la apachurró un autobús cuando se iba a su pueblo, y la vamos a llamar muchas veces, como lo hace mamá, para que nos ayude a levantarla, a quitarle el pañal.

¡Mira qué ola más grande, Ari! Tú eras más chiquito todavía, cuando papá nos trajo; apenas caminabas, por eso no te acuerdas. Ese día me dijo que nos quería mucho, que sólo se iba por un tiempo, pero pronto volvería por nosotros para llevarnos allá, en medio del mar. A lo mejor ya vino y no nos vio. Esperémoslo aquí, seguro que viene en un barco montado en una ola. Mira, traje dos cobijas y todo el pan y el frasco de cajeta.