Escuer y Bernal

31 de marzo de 2011

UMBRAL

Mónica Sánchez Escuer

al Bernal 


Fue ahí, en el quicio de tu puerta donde se atoraron todas mis huidas.  Ahí me encontraste hace meses recogiendo mis ganas de escapar regadas en el piso: el último de mis intentos se me había caído con el bolso justo en el umbral.

Al día siguiente, lo recuerdo bien, compraste un pequeño espantapájaros y lo colgaste del techo, muy cerca de la puerta: para que no entren los malos sueños  que te revuelven la cabeza, me dijiste. Pero no, esos ya estaban dentro y tú lo sabías.

Nunca supe por qué, pero ese día me empezaste a acariciar distinto, con las manos abiertas como quien roza una divinidad y no se atreve a despertarla. Semanas después llegaste a decirme que no querías manchar mi carne con los líquidos turbios de tu cuerpo y me tendiste en otra cama. No me necesitabas más que para adorarme, como se adora a una virgen de ojos tristes: a distancia, con compasión, con lástima.  

Desde ese día me ausenté sin marcharme. Ya no estaba ahí: había logrado burlar al espantajo colgado del techo que no consiguió asustar ni uno sólo de mis pájaros. No te veía ni te escuchaba, sólo sonreía de vez en cuando para que no sospecharas.

Tú no lo sabías, pero yo no estaba ya cuando, al martillar los clavos sueltos de la repisa, en un movimiento brusco te cayó encima mi gran elefante de la suerte. No te escuché pedirme ayuda desde el charco de tu sangre y tampoco vi el último movimiento de tus ojos maldiciéndome.

Yo ya estaba lejos, muy lejos, cuando mi cuerpo atravesó por fin el umbral de tu casa y salió a buscarme.

23 de marzo de 2011

NUEVO MUNDO

Ricardo Bernal


Apenas despertó fue descubriendo cosas inesperadas: el cielo era intensamente azul, las nubes blancas y brillantes, el mullido pasto donde descansaba su cabeza era verde… Un par de vivaces mariposas revoloteaban entre flores rojas y amarillas, y más allá de los aterciopelados montículos de hierba dorada, un arroyuelo de cristal desenredaba su canto milenario. A lo lejos, la cadena de imponentes montañas nevadas vestía su regazo de bosques ocres y esmeraldas llenos de murmullos. Dificultosamente se levantó, todas sus articulaciones crujieron y entonces descubrió que estaba desnudo. De pronto una voz intensa llenó el aire: “objetivo, encontrar la salida hacia el siguiente nivel”. Pegado a la pantalla, el niño se dispuso a seguir disfrutando de su nuevo videojuego; ésta vez los diseñadores habían logrado un escenario realmente terrorífico…

15 de marzo de 2011

EL VISITANTE

Miguel Antonio Lupián


Sé que estás en la esquina de la habitación, escondido entre la pintura resquebrajada. Esperas a que suelte el libro y duerma para introducirte por mi boca y disfrutar del calor de mis vísceras. Siempre ha sido así: despertar con la piel amoratada y con mal aliento, descubrir tus excrecencias en mis ojos, sentirte en las manos y en los muslos, cortarme, hurgar en mis venas, desmayarme, despertar anémico y aturdido, sin saber nada de ti… Pero esta noche no me vencerás. En unos minutos cerraré los ojos y cuando te sienta sobre mis labios te morderé hasta destrozarte. Luego escupiré tus restos en el libro y lo colocaré en la repisa, junto a los libros que contienen a los demás visitantes.

13 de marzo de 2011

PERSONA DORMIDA CON GATOS

Paola Jauffred


En aquella, la primera vez que despertó, de entre las muchas veces que despertaría esa mañana, Sara logró deducir que era invierno. El frío la obligaba a meter los brazos de vuelta bajo las cobijas. Su madre, inclinada a su lado y acariciándole los cabellos, le anunciaba que ya eran pasadas las seis. El uniforme de gimnasia estaba planchado y listo, extendido sobre la silla frente al escritorio. Sara entonces afirmó por primera vez en esa mañana, que no quería despertarse, que pasaría el resto del día dormida, y su madre riendo le dio una nalgada. Luego salió de la habitación avisándole que iba a prepararle el desayuno, más le valía estar lista en cinco minutos. Pero antes de que pasaran los cinco minutos Sara ya se había vuelto a dormir.

La impresión de no estar en ningún lugar, de ni siquiera ser ella misma, fue volviéndose cada vez más convincente. El mundo se había desdibujado, deshilvanado, desabrochado. Todo estaba en paz.

Entonces la estremeció el salto de un gato sobre el colchón.

Silencioso el gato caminó con sus cuatro patas, como cuatro picos, por encima del cuerpo de Sara. Ronroneaba buscando un albergue contra el frío prensante de ese amanecer. Sara le permitió entrar bajo las cobijas, pensó que era Micha, que su madre la habría dejado entrar para que la despertara. Pero el gato también quería dormir. Fue bordeando el cuerpo de Sara, reconociéndola toda, hasta que por fin se acomodó junto a su vientre.

La campanita en su collar estaba helada. Palpándola, palpando las orejas y la forma en general del gato, Sara comprendió que no era Micha. ¿Qué gato era ese? Tuvo que hacer un esfuerzo, recordar a todos sus gatos, para ubicar a este específico felino de orejas pequeñas y cuello ancho.

Finalmente reconoció a Musi. Musi el de blancas patas. Supo entonces que no era del frío de lo que estaba huyendo, si no de la enfermera. Porque todos en esa casa, los canarios, Musi y Sara misma, compartían esa mezcla de repulsión y miedo hacia la enfermera. No tardaría en llegar. El chirrido blanco de sus zapatos se escucharía acercándose por el pasillo. Aún así, perturbada y todo, Sara se las arregló para continuar dormida.

Poco después la voz de la enfermera resonó con un optimista "Buenos días". ¡Ya estaba ahí, en la habitación, descorriendo las cortinas! Musi se tensó bajo las cobijas.

"Arriba, arriba, el desayuno ya está listo". Sara entonces, por segunda ocasión, dijo sin molestarse en abrir los ojos, que no quería despertarse, que quería pasar el día dormida. “Pero cómo señora ¿y si vienen sus nietos?".

Sara no respondió. Cada día era lo mismo, levantarse por si acaso venían sus nietos, pero sus nietos no venían y ella en cambio tenía que soportar la mañana y la tarde en compañía de la enfermera. Dio por terminada la conversación, le pidió con voz cortante que hiciera el favor de cerrar las cortinas y de paso la puerta en su camino de salida. La enfermera, aparentemente mansa, obedeció. Pero Sara sabía, porque esa no era una escena nueva, que correría al teléfono más cercano para acusarla con su hija. Ambas, su propia hija y la mujer esa que había contratado para cuidarla, consideraban que forzarla a aguantar otro día de vejez y televisión, era lo más saludable.

Hizo un cálculo rápido, le quedaban por lo menos, unos cuarenta minutos de sueño, el tiempo de la distancia entre la casa de su hija y la suya. Así que volvió a dormirse y Musi con ella.

El sonido de la puerta abriéndose llegó como desde muy lejos. Ya los pasos de su hija se acercaban a la cama. Sara sintió su manita fría acariciándole el rostro, y aún estando dormida pudo sonreír. “Mami” dijo la niña “¿no me vas a llevar a la escuela?” La sonrisa de Sara desapareció. "Hoy no me voy a despertar" dijo sin mayores explicaciones. Había fantaseado con hacer esto durante mucho tiempo, y ahora sucedía espontáneamente. Era justo, después de tantas mañanas de levantarse todavía a oscuras para preparar el uniforme, hacer el desayuno y luego manejar hasta la escuela. De cualquier forma ya debía ser tardísimo y no la dejarían entrar.

“¿Estas enferma mami?", comenzó a llorar la niña. Sara no contestó, giró sobre la cama y se cubrió con las cobijas hasta las orejas. Fue Musi quien respondió. Salió de entre las sábanas transformado en Mangus, la de largos bigotes, y maulló. "Hola Mangus" dijo la niña entre sollozos, Mangus volvió a maullar. Quizá aquel diálogo llegó a prolongarse, Sara ya no lo supo, porque de nuevo quedó arrancada de sus circunstancias, convertida en nadie presente en ningún lugar.

Hubo silencio.

Luego un nuevo salto de gato sobre su cama.

Esta vez era se trataba de un gato grande, demasiado grande, gigantesco. A cada paso la aplastaba con sus patazas. Parsimonioso el felino se reclinó sobre ella y su pelaje comenzó a asfixiarla. Sara se retorció, luchó por quitárselo de encima, por recuperar el aliento. Con todo el animal permanecía inmutable. En medio del forcejeo logró gritar, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones, hasta que unos pasos apurados aparecieron en la recámara.

"¡Fuera de ahí bicho!" gritó una voz femenina, el peso desapareció. Sara pudo respirar. Una mano grande le acercó un chupón y Sara lo succionó con avidez, hasta que la impresión pasó. Sintió que la levantaban, que la llevaban por distintas habitaciones. Reconoció el olor de su padre (tabaco con vainilla), la llevaba en brazos. “Se llama Sara”, le dijo a alguien más, "Despierta Sara, deja que vean tus ojos", pero ella lo ignoró. La acunaba torpemente, agitándola con brusquedad. Casi estuvo agradecida cuando finalmente la depositó en una cama de sábanas ásperas. Su padre continuó hablando con la otra persona mientras la cama comenzó a moverse.

Hubo puertas que se abrieron a su paso, recorría una habitación tras otra, como si fuera un largo paseo. Luego de improviso la camilla se detuvo. Su hija estaba ahí, hablándole al oído. “Mamá” decía, “despierta, te van a poner los santos óleos”. Ya molesta, Sara repitió por tercera vez que no despertaría. Extrañamente nadie la interpeló.

Todos se habían ido, quizá esta vez la dejarían al fin en paz.

Otro gato saltó sobre su cama y se acomodó junto a sus piernas. Luego otro, Musi de nuevo, se metió bajo las cobijas. Mangus llegó y se recostó sobre su cadera. Y Juana y Benito y Toña compartieron el espació que quedaba libre en su almohada. Por ultimo el salto de Micha que se hizo ovillo pegada a su espalda. Entonces y solamente entonces Sara pudo dormir ya sin interrupciones.

9 de marzo de 2011

MIÉRCOLES DE CENIZA

Angélica Santa Olaya


–Ven mañana a las seis. Manolo se fue de su casa. Necesito un monaguillo. 

Susurró el sacerdote acercando sus gruesos labios a la oreja de Juan. 

–Polvo eres y en polvo te convertirás. Añadió en voz alta y estampó en la frente del niño el sello con las cenizas, aún tibias, de Manolo.

4 de marzo de 2011

INOCENCIAS HITLERIANAS

Ana Clavel


"Quiero tu pubis de niña", dijo mi hombre mientras conducía el auto que nos llevaría esa noche hasta su casa. Después de recogerme en el aeropuerto se había dirigido a un restaurante donde cenamos sonrientes y silenciosos. Bueno, la verdad es que las miradas también nos alimentaron luego de meses en los que sólo habíamos mantenido contacto por teléfono y correo electrónico. 

Con certeza, sólo sabía tres cosas de él: que le gustaban los autos deportivos, que no bailaba tango aunque era argentino y que le apasionaban los libros que hablaban de la memoria. Había sido arriesgado viajar para conocerlo pero me decidió su indecisión, su escamoteo de agente viajero pernoctando en diferentes ciudades, su irrefrenable postergar nuestras citas. 

Una mañana tomé el teléfono y lo enfrenté: "Iré a California...". "¿Cuándo?", me preguntó sobresaltado. "Cuando tú estés...". No tuvo más remedio que aceptar. 

Entre los preparativos del viaje una amiga me sentenció: "Cuidado porque los argentinos las prefieren depiladas". Ante mi sorpresa, ella insistió: "Sí, depiladas, rasuradas, ni un pelo en la sopa o cuando más una raya a lo Hitler..." Me negué rotunda: "Pues por ahí empezaremos a discrepar. O me acepta con pelos y señales o no habrá trato". 

Pero mi deseo crecía conforme los días que nos separaban para el encuentro se deshojaban. Alguna vez él me había dicho que desde su departamento se veía el mar. Imaginé que mi deseo era una marejada que se alzaba hasta el piso 22, que mi hombre abría la puerta del balcón y que mi ola gigantesca lo inundaba. 

Salimos del restaurante y jugamos en el trayecto. "Te voy a devorar toda la noche", amenazó sin miramientos. Me besaba en los altos y toqueteaba mis senos y mis piernas. Ya casi para llegar escondió su mano en mi pubis y lanzó su súplica que era orden que fue promesa: en sus manos volvería a ser púber otra vez. 

Urgidos por tanta espera comenzamos a desvestirnos desde el elevador. Apenas entramos al departamento me condujo al baño entre besos y caricias sedientas. Entonces me apartó un instante para hacerse de tijeras, rastrillo, espuma. De modo que no era mentira. Obediente, lo dejé hacer. Se aplicó a la tarea de rasurarme como si podara un jardín de flores: cuidadoso, intransigente. En el espejo descubrí que mi pubis, albeante salvo por una misericorde línea central, sonreía con un virginal pudor neofascista. 

Me cargó en brazos hasta la cama. Comenzó a besarme con besos cortos y saltarines. Me tocaba con una delicadeza vehemente como si fuera yo una muñeca de porcelana y temiera romperme. De pronto, se detuvo: al pie de la cama hincó la rodilla y me ofreció hacerme un pastel, llevarme al acuario, mostrarme el final del arco iris si me abría de piernas y lo dejaba contemplarme. 

Mi pubis esbozó una carcajada franca, gozosa, impúdica para él. Yo me saboreaba su fascinación, su mirada eréctil que me esculpía como una estatua viviente. No pude resistir más. Al borde del naufragio, intenté atraerlo hacia mi interior para que juntos nos ahogáramos. Mi hombre dio un salto hacia atrás. Su cuerpo antes vigoroso era ahora el de un chiquillo: "Nunca he violado a una niña", gimoteó incapaz. 

Una hora más tarde estaba de regreso en el aeropuerto. Me marché con mi deseo. Tan intocado como una núbil ola adolescente.




(De la serie "27 hombres y un desnudo")