Escuer y Bernal

28 de abril de 2011

NI SIQUIERA PUEDO DARLE UN NOMBRE

Maya Jurado


Ella lo sabía, pero nadie le hacía caso. Después de las nueve, cuando papá apagaba la noche misma, Alicia podía sentir como ese algo viscoso y putrefacto nadaba por sus venas y su cerebro, comiéndose uno a uno los peces dorados que se encontraba en su cabeza. Alicia se golpeaba tratando de sacarlo, cortaba sus venas cazando algún tentáculo, subía por la noche a la azotea o se paraba de puntitas en el andén del metro amenazándolo de saltar si es que no salía de su cuerpo.

“Ya pasará” decía la familia. “Las medicinas están funcionando” decía el doctor o quién fingía serlo, con su bata blanca tan almidonada y sus zapatos perfectamente pulidos en negro. La venoclisis comenzaba por su cabeza, un pinchazo -¿puedes decirme dónde te duele?- y el pequeño, pequeñísimo taladro penetraba en su cráneo, dónde insertaban la aguja. No, no hay dolor, no puede explicarlo. Una finísima aguja va penetrando es su cerebro, una zona por sesión. Ya han buscado en la zona de las emociones y han encontrado un corazón roto con besos que se han ido y ese tacto que tantas veces la había tocado, y ahora temía la despreciara al saberla loca. Ya han buscado en la zona de los miedos y han encontrado un terror paralizante, un miedo atroz a la vida, un terror punzante a la muerte, solo quiere un rincón seguro donde esconderse con Adriana y mecerse, mecerse hasta que todo se haya ido.

“Tiene fiebre” informa la enfermera, pero Alicia ya lo sabe desde que vio la sonrisa del gato. ¡Vamos a jugar una partida de ajedrez!” pide el felino “Puedes llevar a tu muñeca si prometes que no hará trampa”, pero ya el doctor ha anunciado que hoy buscarán en la zona de sus recuerdos, y antes de poder despedirse ve por el rabillo del ojo a alguien que podría ser su madre, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar, y alguien que podría ser su padre, a kilómetros de distancia de su madre, de sus facultades, de su comprensión, de su corazón.

Un recuerdo sube a su mente y es aquel del gran árbol que su padre trepó para regresarle el globo que había escapado. Otro recuerdo emerge y es ella y su mamá metidas en sendas cajas de cartón jugando a los piratas. Uno más viene llegando a la superficie y algo no está bien, algo llora y grita y lo empuja y sale corriendo del auto, asustada por las manos que la despiertan tocando, mancillando, metiéndose en lugares secretos, asqueada, enojada, odiando.

Quiero parar, le dice al doctor, y el responde excitado, que está es la parte más emocionante. Han encontrado odio, odio puro y lo tratan como diamante en bruto. Otra aguja y extraen dos, tres, cuatro frascos de bilis negra. ¡Quiero parar! Pide al doctor y el responde “Cariño, te curaremos”. Su madre haciendo con ella galletas de navidad. El primer beso en aquella esquina. La cereza robada. La primera noche entre sus brazos, el primer sueño de un niño con su nombre. Vamos, faltan pocos tubos. El primer cuento escrito ¡Oro! Grita el médico, y traen más y más botellas. La primera noche durmiendo sola en un nuevo cuarto, el ropero donde la abuela la encerraba a rezar, aquel viaje realizado donde cada noche solo quería regresar, ese terror impotente de cada mañana antes de ir a la escuela primaria, frascos, frascos, ¡Más frascos! Las navidades en familia, los besos en la mejilla dados al llegar a las tías que odian su pelo y sus gafas y su rostro y su nariz tan parecida a la de papá, los golpes contenidos y la furia al patear las paredes. El primer libros leído por ella misma, los cuentos emocionantes al llegar la noche, el primer sueldo y llegar de la librería con los brazos llenos de libros, el polvo y la humedad, las ojeras por pasar la noche en vela bajo las sábanas, leyendo. ¡Enfermera, etiquételos y traigan más!. El primer roce de sus cuerpos. El dolor de la penetración. La indiferencia ante el sudor del otro, ante el primer empuje del miembro, ante la humedad y los olores. Ya falta poco, pequeña, ya falta poco. El mundo fantástico de naves y viajeros, el refugio en la imaginación no violada, no tocada jamás por mano humana. La primera mamada al pezón materno, el primer arrullo por la noche antes de dormir. La música jazz, el retrato de aquel pequeño maltés blanco. El sabor del primer cigarro, del té negro, de la sal. La suavidad de su cabello. El reflejo del sol despertando es sus ojos. El calor del fuego quemando sus manos. El último “Te amo”…

Terminamos. Teníamos todo lo que necesitábamos. Ahora lleven a la criatura a descansar.

En una camilla, la transportaron sin necesidad de amarres. El tratamiento había sido un éxito: Habían desaparecido la violencia y los arranques, las ganas de morir y no tendrían que cuidarla más de que se cortara las venas. Alicia sonreía, podrían sentarla en el salón, con un lindo vestido y un listón en el pelo, y se vería muy bonita. Era la moda, lo que casi todos los padres de adolescentes hacían. Eran felices, inmensamente felices. Los padres y los niños: Una cura que todo médico en sus cabales recomendaba. De vez en cuando derramaban alguna lágrima, pero el doctor explicaba que era un reflejo natural del cuerpo, tras años de haberlo aprendido. Cuando las enfermeras la tuvieron lista, la llevaron en silla de ruedas al coche de papá. Su madre iba atrás con ella, cepillándole el pelo, arreglando su vestido. Era la mejor vida que podría darle.

Papá salió un momento del coche. Y por última vez, Alicia volteo a ver a su madre.

-Alguien se ha comido a todos mis pececitos

Y nunca volvió a decir nada más.

25 de abril de 2011

24 de abril de 2011

CERO EN GEOMETRÍA

Fredric Brown


Henri miró el reloj. Dos de la madrugada. Cerró el libro con desesperación. Seguro que mañana sería reprobado. Entre más quería hundirse en la geometría, menos la entendía. Dos fracasos ya, y sin duda iba a perder un año. Sólo un milagro podría salvarlo. Se levantó. ¿Un milagro? ¿Y por qué no? Siempre se había interesado en la magia. Tenia libros. Había encontrado instrucciones sencillísimas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había hecho la prueba. Era el momento, ahora o nunca.

Sacó del estante el mejor libro sobre magia negra. Era fácil. Algunas fórmulas. Ponerse al abrigo de un pentágono. El demonio llega. No puede nada contra uno, y se obtiene lo que se quiera. Probemos.

Movió los muebles hacia la pered, dejando el suelo limpio. Después dibujó sobre el piso, con un gis, el pentágono protector. Y después pronunció las palabras cabalísticas. El demonio era horrible de verdad, pero Henry hizo acopio de valor y se dispuso a dictar su voluntad.

Siempre he tenido cero en geometría empezó.

A quién se lo dices...contestó el demonio con burla.

Y saltó las líneas para devorar a Henry, las líneas del hexágono que el muy idiota había dibujado en lugar de un pentágono.

13 de abril de 2011

5 de abril de 2011

EL HADA

Jéssica de la Portilla Montaño


Hace varios años encontré un hada en el jardín.

Dijo que era un hada del amor, que me traería buena suerte, que sólo tendría que cuidarla mientras pasaba el invierno. Acepté. Creí que sería sencillo, como proteger catarinas o una luciérnaga. Le mostré una cajita dorada con forro de terciopelo, pero ella quiso habitar un frasco de mermelada. Cumplí su deseo. La dejé en el recipiente que parecía una burbuja. La cubrí con hojas de manzanilla para darle calor.

No abandonó su hogar ni un instante. Cada mañana la vi limpiar sus alas con gran esmero. De noche me contaba historias sobre sirenas y otros seres. Los primeros días se alimentó con pétalos de rosa que yo le di, pero pronto dejó de prestar atención a todo. Ya comenzaba a entonar las canciones tristes que aún me hacen tener sueños tristes.

Sus alas se cubrieron con un fino polvo plateado. Su cuerpo rosa y azul se fue haciendo blanco. Pensé que el invierno era el culpable de que ella fuese cada vez más transparente, pero horas antes del equinoccio vi que estaba muerta. Utilizó una telaraña como soga para atársela al cuello y apretar el nudo corredizo mientras yo dormía.

La miré. Yacía inmóvil en el fondo de un frasco de mermelada. No supe que debía cuidarla de sí misma... De sus ojos en blanco brotaban lágrimas que el aire hizo cristal y que el piso rompió. Le arranqué las alas para conservar un recuerdo antes de enterrarla en el jardín, bajo un arbusto marchito, justo en el mismo lugar donde la hallé.

El día en que ella murió dejé de creer en fantasías. Las hadas no existen. Jamás encontré otra.