Escuer y Bernal

15 de junio de 2009

CUAUHTÉMOC QUIERE DECIR

Óscar Alejando Luviano


La derrota de mi papá ante Thompson Pumajero Oliveira y su no participación en los Juegos Olímpicos de México 1968 es también la historia de mi nombre: si mi padre hubiera ganado la medalla de oro en la categoría Peso Pluma, yo me llamaría Cuauhtémoc.

Lo cierto es lo siguiente: mi mamá quedó embarazada y mi papá, sin saberlo, todas las madrugadas desayunaba, consumía como único alimento del día una olla con verduras hervidas (sin sal), corría dos kilómetros a la vera del Gran Canal (el agua lenta y negra como un metal enfermo), y después, en su casa (bajo un techo de lámina de asbesto, y entre remiendos de tela y cartón en los huecos de los ladrillos de adobe) cumplía sesenta flexiones en la penumbra, contando en riguroso silencio, pues de la cocina al umbral del baño sus ocho hermanos dormían en colchones tumbados al ras. Eso sí: cada vez que se tocaba la frente con las rodillas se permitía decir Cuauhtémoc, en voz tan baja que parecía un quejido.

Tomaba un baño de asiento, a jicarazos, y con los cabellos mojados besaba en la frente a mi abuela Ricarda, sumida en el acto de lavar y coser ajeno desde las seis de la mañana, y hacía una pausa para observar, a través de la ventana sin marco (en lugar de cristal, un plástico tatuado por las cagadas de mosca), las hileras de casas tan miserables como la suya, amontonadas sobre el valle de Chalco. En sus ojos verdes, que no me heredó, vibraba la voluntad febril del preso ante el plan de fuga.

Se despedía de mi abuelo Carmen (ya desde entonces derrotado en la silla más a la mano, como encerrado en una nube de moscas), y murmurando Cuauhtémoc, abría la puerta de madera apolillada y entraba en el aire polvoriento de San Felipe. Se zambullía en las calles hediondas, invicto y luminoso, soltando un
jab y dos derechazos, perfeccionando su juego de piernas, derrotando a su sombra. Tras dos kilómetros sin bajar el ritmo, hacía la parada al chimeco que lo llevaba, en media hora, a la Avenida San Lázaro, al Gimnasio Mantequilla Nápoles.

En ese entonces todos los gimnasios se llamaban Mantequilla Nápoles.

Asumo que el gimnasio cumplía con todos los lugares comunes necesarios: el olor a sudor, los rostros macilentos mascando chicle, amenazantes; las cubetas espumosas, rebosantes de escupitajos, el altar a la Virgen con las veladoras siempre encendidas, frente al que los aspirantes cruzaban desnudos camino a las duchas; el rostro de Mantequilla Nápoles, orgulloso y desdentado, pintado a todo lo ancho y largo del muro principal; y el encordado bajo una luz que no se sabe de dónde provenía.

Ese día (su último día como boxeador), mi papá entró al vestidor, y frente a su locker se quitó los
pants, cubrió sus manos de talco y dejó que su entrenador le anudara férreamente guantes y botines (eran blancos, como los del Santo). Con todo en regla, salió a la zona de entrenamiento, rodeado por el estridente vacío de la admiración. Sus colegas y rivales habían detenido los ejercicios, y rodearon el ring. Mi papá los saludó con un ligero levantar de cejas. Cuando subió al ring, las manos se apuraron a separar las cuerdas para que accediera limpiamente al cuadrilátero, como un milagro insolente. Las miradas no se apartaron de él mientras doblegaba al sparring (diciendo Cuauhtémoc), y el sparring, tras ser derrotado en el primer asalto, con rodillas temblorosas, se quitó el guante para estrechar con sus dedos ateridos el guante de mi papá.

A diferencia de todos ellos, de los amateurs que sudaban la esperanza en el Mantequilla Nápoles, mi papá estaba por convertirse en Alguien: sólo le faltaba un encuentro para competir en las Olimpiadas.

No conozco los detalles: mis papás los han borrado, o no los recuerdan, o les parecen más banales que el vestido de lunares de mi mamá. Sólo precisan que ese día, el primero de mi existencia, mi papá sólo tenía que ganar una pelea más para ingresar al equipo olímpico de boxeo y poner a su tierra natal, El Mármol (Guanajuato) en el mapa pugilístico. Entre mi papá y esa gloria sólo había un rival más: Thompson Pumajero Oliveira.

Al contar su historia, mi papá no habla de peleas ganadas, puntajes, eliminatorias; nunca define el complejo torneo, ni refiere el nombre de su entrenador, ni muestra recortes de periódicos o fotos... Lo único que rememora con precisión mecánica es ese nombre: Thompson Pumajero Oliveira.

Sobre las paredes del Gimnasio (excepto en la del mural de Mantequilla Nápoles) se repetía el cartel de las Olimpiadas. Hojas mimeografiadas con el escudo de las olimpiadas: algo geométrico y metálico que intentaba ser un pájaro; no es posible determinar si una paloma o un halcón. Algo, en todo caso, que subía, aleteaba hacia los cielos. Entre un sparring y el siguiente, mi papá clavaba sus ojos verdes en los carteles, como un prisionero que entibia en su mano la llave de su celda. Y esa llave era un águila.

Cuando narra la historia, mi papá dice que punteaba cada derechazo, cada
upper cut y su mortal gancho al hígado con el mismo mantra: Cuauhtémoc. Le habían dicho que ese era el nombre de la vaga criatura de los cárteles, la mascota de las Olimpiadas: Cuauhtémoc. Al golpear, al proteger la región de sus riñones, al levantar los brazos victoriosos: Cuauhtémoc. ¿Quién se lo dijo? No lo sé.

Tras las cuatro horas de entrenamiento, volvía a la avenida Zaragoza, saltando sobre los baches anegados de agua tornasolada, sumido en el olor a las fritangas y el humo de los chimecos. Se bebía un jugo de naranja con yema de huevo mientras observaba el túnel serpenteante e infinito de las obras del metro. Y emprendía a zancada larga la hora y media hasta la casa de mi mamá, en Santa María La Ribera.

Siempre le esperaba en la calle, donde mis abuelos no pudieran verlos. Para mi abuelo Andrés, chófer de limusina con uniforme, y para mi abuela Petra, la enfermera más cruel del mundo, no era concebible un sitio en el corazón de su hija para un campesino aspirante a boxeador que (además) vivía en una ciudad pérdida. A mi mamá, en su vestido de lunares, no le importaban esas pendejadas, y recién bañada, en sus zapatillas blancas, esperaba cada tarde el fin del entrenamiento, con los brazos cruzados. A veces apoyada en un árbol. A veces, sentada en el cofre de un auto estacionado. A veces, comiendo un helado. Nunca meciéndose de una pierna a la otra, como esa tarde, ni mordiéndose los labios.

Tenemos una foto del día en que se conocieron. O de la boda en que mi mamá descubrió a mi papá. En primer plano, junto a la pareja unida por un collar de flores, mi papá ofrece el anillo a una pareja ahora olvidada, en su papel de padrino. Al fondo, sentada en una banca de la iglesia, junto a su mejor amiga (y por entonces novia de mi papá), llevando vestido de lunares con la que siempre la imagino, mi mamá concentra toda su atención en su futuro esposo, con ojos tiernos y hambrientos.

Después de haber descubierto la existencia de mi papá, como si antes la vida fuese un sueño o un peso, mi mamá abandonó estudios y trabajo, mintió a mis abuelos, se hizo presentar, fingió interés en el boxeo y en las Chivas del Guadalajara, traicionó a su mejor amiga, y se convirtió en una puta y en una niña, según fuera preciso, hasta que ese boxeador amateur fue suyo, y sólo suyo.

Mi mamá justifica su proceder con la única foto que conservamos del periodo pugilista de mi papá. Es la única evidencia real de que pudo haber existido una medalla de oro y Thompson Pumajero Oliveira, y fue la única oportunidad que tuvimos de conocer a mi papá en pantaloncillos, botines blancos, guantes negros y brillantes al estallido del flash, y en postura defensiva (inclinado, con los puños a la altura del pecho), y el cabello rizado como una corona de piedra. Yo, con toda franqueza, nunca le había visto tan desvalido, pero entiendo a mi mamá: el cuerpo de mi padre es flexible y hermoso, un ángel aturdido.

Mi mamá, sin embargo, lo amaba más que a su cuerpo, y por ello no le había obligado a renunciar al boxeo (inevitable destructor de esa belleza), ni reprochaba que fuera del entrenamiento y el sueño olímpico, mi papá sólo tuviera tiempo para llevarla en contadas ocasiones a recorrer en lancha las aguas verdes del lago de Chapultepec, y en muchas menos a un hotel.

Mi papá, en cambio, no la amaba más o menos que a su cuerpo. Cuando la veía de pie, en la calle, en su vestido de lunares, abrazada a sí misma, el rostro sin maquillar apenas perfilado bajo las sombras de su cabello, no separaba el cuerpo de su futura esposa de eso que nacía y se abría y le resonaba dentro con la estridencia del viento, primero, y de una caída, después, y se entregaba a su suerte, feliz y ciego.

Tampoco, como ella creía, la amaba menos que al boxeo.

Porque, en realidad, mi papá no amaba el boxeo: era un fugitivo y había descubierto, gracias a las golpizas con las que mi abuelo Carmen lo adoctrinó desde la más temprana infancia, que ciertos muros pueden caer a puñetazos. A los doce años, detuvo el puño de mi abuelo en el aire, como quien atrapa una bala, y sostuvo, a pesar de las lágrimas y el dolor, su mirada ebria. Mi abuelo Carmen no le puso una mano encima nunca más.

No amaba al boxeo, ni lo colocaba por encima de mi mamá. En realidad, a sus 18 años, no sabía cuál era el sitio de mi mamá en su vida, y eso puede ser el amor. Cuando la veía (en zapatillas blancas y vestido de lunares, como recién nacida) un peso lo inundaba, y lo hacía sentir como una estatua sumergida. Se trataba del mismo peso que lo machacaba a través de los puños de mi abuelo Carmen, pero con otra forma: una brutalidad que excede al amor sin dejar de ser amor. No era el peso que había combatido desde los trece años con las verduras hervidas, el gimnasio y una disciplina de monje. Se parecía, pero no lo era. Se trataba de un dolor y de un peso más terribles, pues se parecía a la felicidad, y no era malo, pero era una servidumbre.

En esa tarde, en que los tres fuimos creados, ella no sonreía, parada en las afueras de la vecindad de mis abuelos llevaba su peso de un pie al otro, y se mordía los labios, pero mi papá no se percató, pues ella lucía su vestido de lunares, olorosa a agua tibia. Rara vez nos damos cuenta de la infelicidad de quien nos hace felices. En público se daban castamente la mano, y después charlaban en voz baja, apoyados sobre la cajuela de algún coche estacionado. ¿Cómo te fue? Bien, gracias.

Esa tarde, mi papá habló de resistencia, de su torso, de sus pies ligeros, de los kilos que podía levantar en las pesas, de los sparrings caídos. Mi mamá, enternecida y asustaba porque él no se había dado cuenta, o furiosa porque él no se daba cuenta, se lo dijo sin más: Estoy embarazada.

Cuando mi mamá cuenta la historia, en este punto imita el gesto con el que mi papá me dio la bienvenida: la palma abierta en el aire, como si quisiera frenar un golpe, y el rostro en blanco, pues a pesar de la postura defensiva había recibido el impacto de lleno. Sobrevino un prolongado silencio en el que sólo se colaban el ruido del tráfico y los gritos de los merolicos que, canasta en mano, ofrecían pan y merengues de puerta en puerta. Mi padre cerró los ojos (y vio el Gran Canal, tras sus párpados vio las aguas pesadas, crujientes). Exhaló el aire para evitar la asfixia y, por fin, preguntó (con los ojos cerrados): ¿Qué vas a hacer?

Mi mamá, sin responder, o porque había esperado otra pregunta u otra respuesta, preguntó por Thompson Pumajero Oliveira. Si era grande, si era fuerte, si era letal, si era más rápido, si era mejor peleador que el mejor púgil de Etiopía, de donde hasta antes de la hambruna procedían los mejores boxeadores. No sé, dijo mi papá. Nada más sé que es negro y que entrena en la Bondojo. ¿En la Bondojo? En el gimnasio Mantequilla Nápoles de la Bondojo.

Mi mamá describió un medio círculo en la acera con la punta de su zapatilla blanca, como quien traza una frontera. Llamó al merolico. Te invitó una chilindrina. No puedo, dijo mi papá, Si engordo un poquito no doy el peso para la pelea. Bueno, dijo mi mamá, que desde entonces lloraba como ha llorado siempre: reteniendo las lágrimas al tiempo que come lo primero que tiene a mano. Bueno, le dijo mi papá, y le dio las buenas noches. Se estrecharon las manos, y mi papá se fue sin mirar atrás.

Vagó en círculos. Lo normal era que, tras ver a mi mamá, trotara hasta San Lázaro (elevando las rodillas hasta la altura del pecho) y tomara el chimeco de vuelta a San Felipe (donde las casas parecían regadas por un huracán, donde el ruido de las aguas del Gran Canal era como de labios que mastican blanda, oscuramente). Y más tarde, sin cenar, tumbado sobre el colchón, entre los ronquidos de mi Tío Felipe y las cuentas obsesivas de mi Tío Rogelio, habría soltado el aire con una última palabra (Cuauhtémoc) antes de quedar dormido.

Pero ese día, en que supo de mí, se permitió tomar un taxi, gastando una parte del dinero que había ahorrado haciendo reparaciones en un taller de electrodomésticos, pues hay cosas que se pueden hacer a pie, y otras que demandan llegar en auto. Llegó al Gimnasio Mantequilla Nápoles de la Bondojo a bordo de lo que entonces se conocía como un cocodrilo. Un perro dormía en la entrada. Entró. Un viejo desdentado y macilento arrastraba una cubeta llena de escupitajos al baño. Todas las veladoras del altar de la Virgen estaban encendidas.

No tuvo que preguntar. Le reconoció sobre el ring. Demolía sin piedad a un sparring. Era negro, sí, casi azul. El sudor le abría surcos brillantes en la melena. Cuando sonó la campana, dio un derechazo al hígado del sparring y lo mandó a la lona, donde rebotó como una pelota rellena de piedras. Thompson ocupó su esquina como si reclamase un trono. Sus guantes eran blancos, y no los lavaba: la sangre de sus nuevos rivales sumaba escamas sobre la sangre coagulada de sus viejos rivales.

Mi papá dio una vuelta por el gimnasio, fingiendo. No había carteles olímpicos a la vista. En lugar del retrato de Mantequilla ocupando el muro principal sólo había una foto de cuerpo entero del boxeador cubano, llena de orificios de cigarro. Cuando el siguiente sparring subió al ring, mi papá ocupó una de las sillas plegables que rodeaban el encordado. No perdió detalle. En un descanso entre el tercer y el cuarto asalto, tras escupir en la cubeta que le aproximó su entrenador, los ojos de Thompson Pumajero Oliveira, negros y fríos, encontraron los ojos verdes de mi papá.

En esta historia esta es la única vez que se mirarán entre sí, brevemente.

Mi papá se levantó, salió del gimnasio y tomó un taxi de vuelta a San Felipe. El chófer le advirtió que No, mano, a ese barrio yo no entro ni por manda, y lo dejó en San Lázaro. Mi papá hizo el resto del camino a pie. Ya era noche plena y no había más chimecos.

Supo, sin duda, que vencería a Thompson Pumajero Oliveira sin esfuerzo y por nocaut en el primer asalto.

Llegó a su casa con una bolsa llena de tamales. Los perros ladraban por doquier y la luna se multiplicaba sucia y cansada en los charcos. Mi abuela Ricarda, con la radio pegada al oído, escuchaba corridos, inclinada sobre la mesita de la cocina, como si de esa manera las canciones de su tierra pudieran oler a tierra mojada. Sobre su regazo, la labor que había terminado por dos pesos la gruesa. ¿Quieres uno de rajas?, le ofreció mi papá. ¿No que no comías de estas cosas para no engordar? Mi papá se encogió de hombros, y se comieron en silencio cómplice los de dulce, chile y mole. Eran los primeros tamales que mi papá comía en seis años.

Después, tal vez debido al peso en su vientre, fue incapaz de caminar hasta su sitio en el colchón, entre Felipe y Rogelio (que contaba de ida y vuelta las monedas logradas revendiendo chatarra), y se quedó dormido en la silla, cubriéndose los ojos con el antebrazo, mientras mi abuela pegaba botones.

Al día siguiente, hizo la cola en el único teléfono público de San Felipe, y llamó a su amigo, el del taller de reparación de electrodomésticos. Le recordó el trabajo que mi papá había rechazado en aras del ideal olímpico, y acordaron un sueldo.

No regresó al gimnasio Mantequilla Nápoles, nunca.

Cuando termina su historia, nos dice que su derrota ante Thompson Pumajero Oliveira fue una jugarreta de los jueces a favor del negro. Me pesaron y estaba excedido por cuatro kilos. Sí, pudo ser culpa mía por dejar el gimnasio, pero también era que tu mamá cocinaba muy rico. Lo descalificaron, y antes de que el brazo de Thompson Pumajero Oliveira se levantará orgulloso, mi papá ya había dejado el lugar: tenía que checar tarjeta a las nueve.

Mi mamá, en cambio, termina la historia un poco después. Cuenta sobre la serpenteante estela de niños que siguieron a la limosina negra, conducida por mi abuelo Andrés, cuando llegó sin aviso a San Felipe. Cuenta, sobre todo, la controversia sobre mi nombre. Ella quería Raphael, por el Divo de Linares, y mi papá quería ponerme Cuauhtémoc.

Hasta el día en que naciste estuvo duro y duro, sigue mi mamá, Cuauhtémoc esto, y Cuauhtémoc lo otro. Tuve que decirle que si te bautizábamos así, le pedía el divorcio. Y santo remedio: no insistió más.

En realidad, insistió. Trató de enseñarme los golpes básicos y la postura defensiva, sin éxito. Y vigilaba mis comidas, pero fue inútil.

En seis años, desde que salí de México, mi papá sólo me ha llamado una vez. Estaba ebrio y repetía sin césar, tímido y lejano, Me da gusto escucharte, hijo, Me da gusto escucharte, como una estatua que se hunde, o un pájaro que no se sabe paloma o halcón. Y eso es el amor. No hay registros de que Thompson Pumajero Oliveira ganara medallas en las olimpiadas de México 1968. Cuauhtémoc significa
El águila que cae.