Dina Grijalva
Hay instantes felices: él y yo
nos amamos, jugamos, bailamos; lo llamo, acude, lo acaricio y él responde
solícito a mis deseos. Es entonces cuando mi felicidad no tiene límites, un
abanico multicolor de palabras parece desplegarse ante mí y torrentes de fluidos
alegres surgen de mi cuerpo.
Hay, en cambio, días en los cuales él se me rebela como indócil, egoísta, mezquino; lo invoco y las palabras se esconden, se niegan a responder a mis demandas, a mis deseos. Entonces la desazón, el desasosiego y una profunda tristeza me invaden. Cuando siento que tal vez me ha abandonado para siempre, mi vida se torna gris.
Cuando días, semanas o meses después, el lenguaje retorna a mí, retornan los sublimes instantes de dicha. Tal vez el placer siempre sea efímero, pero esos instantes fugaces de felicidad lo significan todo.