Escuer y Bernal

12 de agosto de 2009

VISITAS

Roberto Carrancá


Dicen que los monstruos entran por los armarios. Éste entraba de puntitas por la puerta de tu habitación. Dicen que se esconden debajo de la cama, pero éste se quedaba hasta altas horas acostado en la tuya.


Lo veías por las noches. Era cuando todos dormían que escuchabas el tambor de sus pasos. La madera crujía y alertaba a tu corazón al que susurrabas: “shhh, tranquilo, no hagas ruido que te escucha”


Llegaba hasta tu cama, levantaba la cobija y, como perro hambriento, olía el sudor de tus cabellos. Sacaba una lengua espesa que recorría toda tu espalda. Entonces tú te decías que todo era un sueño. Que ni sus dientes ni sus garras eran reales. Que su enorme peso encima del tuyo era una triste pesadilla.


Pero en tus hombros sentías sus manos, en tus piernas las suyas. Entonces sabías que no era un sueño, ni sus jadeos ni sus rasguños, ni siquiera las mordidas que te hacían llorar encima de las sabanas empapadas de orines. Ya agotadas sus fuerzas, con el dolor ardiente en tu entrepierna, se arrimaba a tu lado y gruñía con la saliva escurriendo de su boca. Poco antes de que saliera el sol, se levantaba de la cama y salía por el mismo lugar por el que le veías llegar.


Cuando amanecía todo era distinto. Con el cuerpo adolorido te levantabas e ibas hasta la mesa en donde toda la familia te esperaba frente a los platos servidos.


Ni un rastro de aquel monstruo. Ni una pista que te mostrara el lugar en el que se escondía. Papá te acercaba una silla y, con una sonrisa, preguntaba: “¿Cómo has dormido esta noche?”. -Bien -respondías y guardabas silencio. ¿Para qué decir la verdad? Jamás creerían que el rostro de aquel monstruo era exactamente igual al de tu padre.